Como muchos niños que crecieron como evangélicos, me enseñaron que el aborto era el único problema cuando se trataba de política. Cuando cumplí 18, en los 90, mi padre me llevó a la sede de los republicanos en mi ciudad de Indiana, donde me registré como conservadora.
Aunque el aborto era la batalla principal, los evangélicos se han unido en torno a varias banderas de las guerras culturales. Una de las primeras que recuerdo fue cuando la fotografía de Andrés Serrano de un crucifijo suspendido en orina provocó una reacción violenta entre los evangélicos.
Toda una vida criada en una cultura preparada para ir a la guerra por la inmoralidad se desorientó cuando Donald Trump capturó el 81% del voto evangélico blanco. Trump se burló de un reportero con discapacidades físicas, retuiteó comentarios que lo comparan con “la segunda venida de Dios”. Fue acusado por varias mujeres de agresión sexual. Afirmó que no le pide perdón a Dios.
Pero en lugar de indignación, en defensa de un sentido básico de moralidad, la lealtad a Trump solo pareció crecer entre los evangélicos blancos. “No nos agrada”, me dicen los amigos evangélicos, “pero no tenemos otra opción si creemos en la libertad religiosa y la santidad de la vida”.
Las próximas elecciones se centran menos en contra de quién votan los evangélicos y más por quién votamos. Los evangélicos estadounidenses blancos parecen estar imperturbables sin importar las acrobacias, payasadas, o complacencias que veamos del presidente. Nuestro vínculo con la administración Trump parece fortalecerse aún más. Nos ofrece un tribunal conservador. Pero en el corazón de esta elección, más que el aborto, la libertad religiosa o cualquier otro tema, está el miedo. Tenemos miedo de perder el dominio sobre las personas que se ven y viven de manera diferente a nosotros. Los evangélicos tienen miedo de perder el poder y Trump nos ofrece acceso a él.
Pero alrededor del 19% de los millones de votantes evangélicos blancos no votaron por Donald Trump en 2016, y millones de ellos no votarán por él en 2020. Yo soy una. El evangelismo siempre ha sido una gran carpa y yo también estoy en ella.
Aunque estamos tan profundamente divididos, he visto el amor generativo y la humanidad de tantos cristianos conservadores. Como millones de otros cristianos estadounidenses, soy políticamente progresista y también creo en la santidad de toda vida, ya sea en el útero o fuera de él.
Los evangélicos están protestando después de la muerte de George Floyd y Breonna Taylor; estamos denunciando el racismo. Muchos de nosotros estamos a favor de la vida. Estamos en contra de la pena de muerte, denunciamos a los supremacistas blancos, damos la bienvenida a los refugiados y creemos en la igualdad de remuneración para las mujeres y los mismos derechos para todas las personas. Como diácono en mi iglesia, ayudo a proporcionar a los adolescentes sin hogar comidas compradas en restaurantes propiedad de minorías que luchan por permanecer abiertos durante la pandemia.
Los dos millones de nosotros que estamos en contra de Trump nos aferramos a la esperanza de que el buen trabajo que hacen los cristianos fuera del centro de atención pueda salvar nuestro testimonio público y eclipsar la hipocresía que arde en nuestras filas.
Los cristianos están llamados no solo a tolerar, sino también a acoger al extraño y servir a los pobres. Ser hospitalario, no crítico, con personas de diferentes razas, géneros y líneas socioeconómicas. Hacer un mejor trabajo de escuchar, arrepentirse y votar con los marginados y los desfavorecidos. Lo más probable es que haya un abrumador apoyo evangélico blanco para Trump en esta elección. Pero independientemente del resultado, hay un remanente considerable que persistirán en elegir el florecimiento humano sobre el miedo.
–Glosado y editado–
© The New York Times
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