Una de las peculiaridades que nos trajo la última elección presidencial en el Perú fue la de un Ejecutivo sin mayoría congresal. En un país de tradición presidencialista como el nuestro, han sido pocos los casos de este tipo. Remontándonos hasta el comienzo del siglo pasado podemos contar solo cuatro: los de Guillermo Billinghurst en 1912, Augusto B. Leguía en 1919, Fernando Belaunde en 1963 y Alberto Fujimori en 1990. En las demás ocasiones los presidentes elegidos consiguieron forjar de antemano, o al inicio de su gobierno, las alianzas con otros grupos políticos, que los dotaron de una bancada mayoritaria para conseguir aprobar sus programas de reformas y contar con un respaldo político en el Parlamento.
Todos aquellos casos, de una manera u otra, más tarde o más temprano, acabaron mal. O los presidentes sucumbieron en su intento de deshacerse del Congreso opositor, o lo consiguieron, pero al costo de aislarse políticamente y terminar en las mazmorras de sus enemigos cuando salieron expectorados del poder palaciego de formas abruptas y dramáticas.
Billinghurst fue un candidato independiente, antiguo pierolista e históricamente enfrentado con el todavía poderoso Partido Civil, que dominaba la política de la época calificada por Jorge Basadre como “República Aristocrática”. Trató de disolver al mismo Congreso que lo había nombrado, donde el civilismo, aunque dividido en dos bloques, dominaba los escaños. Su intención era llamar después a una nueva elección parlamentaria, que le permitiese tener una mayoría propia. La respuesta del civilismo fue el ‘putch’ del coronel Benavides, el héroe del combate de La Pedrera en la frontera con Colombia. Tras un breve interregno, este les entregó la presidencia en 1915.
Leguía era el ganador de las elecciones de 1919, pero antes de que culminase el gobierno saliente de José Pardo organizó el golpe del 4 de julio, con el apoyo de la gendarmería y el tácito respaldo del ejército. Como presidente interino convocó elecciones para una asamblea constituyente, en las que obtuvo amplia mayoría. Por unos años pareció una jugada maestra. Los partidos y políticos rivales languidecieron y pudo hacerse reelegir cómodamente en dos ocasiones seguidas. Un día de agosto de 1930 debió, sin embargo, partir solo y sin apoyo en un barco de la Armada, que unas horas después fue obligado a regresar con su trofeo a bordo. Murió poco después en prisión, pero el suyo no fue el único cuerpo desangrado en aquella ocasión. Una cruenta revolución extendida por los años siguientes, y que también cobró la vida del jefe militar que lo había derrocado, fue la estela dolorosa del Oncenio.
En 1945 José Luis Bustamante y Rivero comenzó su gobierno con el apoyo del Apra, en lo que llegó a cobrar la impresión de un cogobierno. No obstante, dos años después se peleó con el partido de la estrella, que pretendía imponer su propia agenda política desde el Legislativo. En 1948 el nuevo héroe militar de la hora lo desalojó del palacio de Pizarro.
Fernando Belaunde fue elegido en 1963, pero con un congreso dominado por la coalición del Apra y la Unión Nacional Odriista. Ministros censurados por doquier e iniciativas empantanadas, como la de una reforma agraria que debía aliviar el desigual reparto de la tierra incubado desde tiempos coloniales, terminaron creando un clima de inestabilidad y desgobierno, que propició en 1968 el golpe del general Velasco Alvarado. Era el inicio de la más larga dictadura militar en la historia del país.
El episodio de Fujimori en los años noventa es más conocido, por reciente. Triunfante en la segunda vuelta presidencial, comenzó su gobierno con un Congreso dominado por los representantes del Fredemo, el Apra y la izquierda. En 1992, aprovechando el descrédito del Parlamento ante la opinión pública, procedió a su clausura con el apoyo de la Fuerza Armada. Otra vez tocó ver el espectáculo de las reelecciones, primero, y el de un político aislado buscando refugio fuera del país, después.
Los antecedentes no lucen, pues, nada propicios para el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, ni para la nación. Es cierto que hoy tenemos un escenario distinto. Por ejemplo, el marco legal impide al Congreso censurar a dos gabinetes, y se requiere de una mayoría calificada de dos tercios para vacar al jefe de Estado. De otro lado, ni hay héroes militares disponibles ni el contexto nacional e internacional parece hacer viable un golpe armado.
Tal vez sea una oportunidad de oro. Nada sería más grato que llegar al bicentenario de la independencia con la culminación pacífica de un gobierno sin mayoría congresal. Habríamos superado la prueba ácida de la democracia, al menos de la electoral. Para ello se requiere que los dos poderes del Estado republicano aprendan a respetar los espacios del otro, y que asuman la actual situación no como una anomalía a corregir, sino como un escenario distinto al habitual y, ciertamente cómodo, de un poder presidencial duplicado en el Congreso.
Parece ser la hora de la negociación, no de la confrontación. El Ejecutivo requiere del respaldo del Legislativo para sacar adelante su programa de reformas. A este, por su parte, no le cabe tratar de gobernar mediante leyes, siguiendo una especie de agenda propia, ya que carece del aparato de aplicación que representan los funcionarios del Ejecutivo. Es el momento del acuerdo, aunque en ambos lados sea comprensible que, apenas a medio año de la dura campaña electoral que tuvimos, existan cánticos de guerra antes que banderas de paz. Pero tal es el desafío que la historia nos ha puesto por delante.