Mi padre fue historiador y este año cumpliría 100 años. En una oportunidad, conversamos sobre la importancia de contar con una política cultural para preservar y aprovechar mejor nuestro patrimonio. Sin embargo, recuerdo también que ello le generaba preocupación, pues la política –me decía– siempre estaría tentada a reescribir la historia.
No le faltaba razón. Por ejemplo, la promesa del presidente Pedro Castillo de convertir en museo el Palacio de Gobierno no creo que responda a un genuino interés por fortalecer la actividad cultural. En cambio, parecería ser un mensaje político: todo lo que representa ese edificio forma parte de las culturas muertas del pasado. Pero una promesa que sí podría cumplirse sería el cambio de nombre del Ministerio de Cultura por el Ministerio de las Culturas. La iniciativa responde a una visión política particular de nuestra identidad nacional y no a un reconocimiento de nuestra diversidad.
El Ministerio de Cultura tiene muchos retos, y también muchas carencias, pero en su nombre está el menor de sus problemas. En lugar de fomentar la unidad e igualdad en la sociedad, el cambio acentuaría nuestras diferencias y, en algunos casos, inclusive bajo criterios raciales.
El impacto de la política en los monumentos no es exclusivo de la época en la que vivimos ni tampoco de nuestro país. En el 2003, el monumento a Francisco Pizarro fue retirado de la Plaza de Armas de Lima y el año pasado el monumento a Cristóbal Colón fue removido del Paseo de la Reforma en Ciudad de México, entre otros casos.
Otro ejemplo local, aunque en este caso sin motivaciones descolonizadoras, es la reciente declaración de “El Ojo que Llora” como patrimonio cultural de la Nación. No recuerdo otra declaración de patrimonio cultural que hubiera generado tanta controversia en la sociedad. A raíz de dicha reacción, podría inferirse que en su declaración habrían primado criterios políticos sobre los culturales. La naturaleza jurídica del patrimonio cultural no es una suerte de galardón, sino que es constitutiva de un manto legal de protección, que se le otorga a un bien para preservarlo, al reconocérsele valores culturales excepcionales para la nación.
Es humano que unos vean el vaso medio vacío y otros medio lleno, pero no es aceptable que las políticas públicas, utilizando capacidades y recursos que son de todos los peruanos, promuevan ciertos aspectos de nuestra historia que les son gratos, mientras que reniegan o tratan de borrar otros, por conveniencias o ideologías políticas de turno. Hemos sacado a Pizarro de la Plaza de Armas, pero, claro, no hemos sacado el limón del cebiche a pesar de que fueron él y su gente quienes lo trajeron al mundo andino.
Como decía mi padre, José Agustín de la Puente Candamo, no es que haya varios ‘Perúes’, sino que hay varias formas de ser peruano. Todos lo somos, y no por decisión política, sino por la memoria común a través de la espontaneidad de la vida cotidiana a lo largo de los siglos. La raíz inicial de la memoria peruana conjuga lo andino y lo europeo, en un proceso ciertamente preñado de dificultades.
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