En el Perú, se suele confundir fácilmente la indignación con la agresión. Se confunde a tal punto de creer que lo primero justifica lo segundo. Esto es algo que, lamentablemente, vemos con cada vez más frecuencia en nuestro escenario político. Es algo que ya no solo se da en espacios con grupos extremistas como La Resistencia, sino que se ha extendido a sitios públicos como lo acontecido en un bar con los congresistas Patricia Chirinos y Luis Aragón.
Cualquier ciudadano es libre de expresar su desazón ante una autoridad o ante un político, ya sea por una acción concreta o porque representa una línea política distinta. La desazón puede ser expresada de distintas formas, pero nunca es necesario llegar a la agresión verbal ni física. ¿El hostigamiento no es lo que siempre le hemos criticado a La Resistencia? Hace un par de años vemos cómo se ha ido normalizando –y hasta se califican como “heroicos”– los actos de agresión contra políticos. En regiones como Arequipa, ciudadanos también han tirado tomates y huevos a congresistas, y no se ha registrado que esto haya logrado un cambio en el trabajo parlamentario de sus representantes.
Es correcta la indignación que pueda tener la ciudadanía hacia los políticos, pero hay acciones colectivas de mayor impacto. En los últimos años, hemos visto algunas de estas importantes en Latinoamérica que han forzado reales cambios políticos.
En Chile, hemos visto algunos casos. En el 2023, estuve en Santiago de Chile reunido con empresarios y ciudadanos que, aun teniendo serias discrepancias con sus autoridades, respetaban la investidura de estos. “Somos fuertes con los mensajes, pero respetuosos de la investidura”, me explicaron.
Acá, en el Perú, la palabra ‘institucionalidad’ es casi inexistente. Insultar al Congreso y a la presidencia de la República se ha normalizado. Esto ha sucedido por la generalización que tenemos respecto a las acusaciones contra alguna autoridad en particular. El Congreso, por ejemplo, ahora es “el Congreso de los ‘mochasueldos’”. Es decir, ya no se individualiza. Y, cuando todos son culpables, nadie es culpable. Los reales ‘mochasueldos’ entonces siguen haciendo su vida parlamentaria normal y hasta presiden comisiones.
Y las generalizaciones caen mal desde todos los ámbitos. Porque resulta fácil poner un papel higiénico frente al local del Congreso, en lugar de elegir algunos nombres en específico para graficar una campaña publicitaria.
Lejana parece la época donde aparecían campañas ingeniosas y efectivas de fiscalización a autoridades, como la de Adopta un Congresista, que ocurrió en el 2008. Según nos recuerda la tesis de licenciatura de Lorena Chauca, esa campaña fue lanzada por el bloguero William Vásquez y tuvo como propósito presentar pedidos de información sobre sus gastos operativos a todos los congresistas de la República. ¿Quién se anima a hacer algo parecido?