Quienes defienden el fin del régimen laboral especial que ha regido los últimos 17 años en nuestro sector agrario parecen ser impermeables al concepto de ironía. Dicen que “ya logró sus objetivos”. Es decir, algo así como que ha funcionado, por lo que hay que dejarlo.
En efecto, los resultados que este régimen supuestamente no protector ha dado a los trabajadores del agro peruano son notables. Bajo su corta existencia, la remuneración promedio del campo se ha duplicado, haciendo que la pobreza de quienes trabajan en nuestra agricultura se reduzca a la mitad. De hecho, en algunas regiones dedicadas a la agroexportación se han logrado récords como el de Ica, donde la pobreza es ya solo de un dígito y donde se ha creado una situación de empleo casi completo que va sumando 15 años de existencia, a pesar del continuo flujo de nuevos trabajadores de otras regiones en búsqueda de oportunidades. Por otra parte, son regiones agroexportadoras como Piura, Arequipa, Moquegua y la misma Ica las que sistemáticamente han liderado las listas de creación de empleo formal en el país.
Es frente a estos resultados que quienes buscan que el régimen especial laboral del sector agrícola no se prorrogue afirman que ya llegó la hora de proteger al trabajador del campo. ¿Protegerlo cómo? Pues sometiendo sus contrataciones al régimen general laboral, el mismo que figura entre los diez más rígidos del mundo en cuanto a la facilidad para contratar y despedir trabajadores, y que es tan efectivo en la protección que da, que tiene al 72% de la fuerza laboral peruana contratada en la informalidad.
¿Se puede explicar una mentalidad así? Sí. Si es que uno piensa que el trabajador, a causa de su dignidad de ser humano, no puede estar sometido a las reglas de la economía, se hace necesario que entre la ley para darle protección. Un trabajador librado a la frialdad de la oferta y la demanda es un trabajador no protegido. Para protegerlo, hay que sacarlo de ahí; y para sacarlo de ahí, hay que usar el mandato perentorio de la ley a mandar algo diferente a lo que la economía sola determinaría.
También hay que decir que una mentalidad así presenta la ganancia secundaria de simplificar las cosas. Una vez colocado en ella, el legislador no tiene que tomar en cuenta prosaicas consideraciones económicas a la hora de decidir lo que decide; solo tiene que pensar cómo quiere que sean las cosas y, acto seguido, mandar que sucedan. El legislador queda de esta forma en una posición, digamos, bíblica. Al estilo del “‘hágase la luz’, y la luz se hizo”, puede decir: “Dispóngase que todos los contratos deberán ser permanentes”, y esperar que lo sean.
El problema, por supuesto, está en que en la medida en que el empleo surge de un contrato por el que alguien decide dar un número determinado de recursos a cambio de un tipo y cantidad determinada de trabajo, el trabajador está irremediablemente sometido a las reglas de la economía. Cuanto más demanda haya por su trabajo –cuanto más empresas lo necesiten–, más podrá cobrar por este. Y viceversa.
La buena noticia es que el empleador está también bajo el mandato de estas mismas leyes: cuanta más competencia tenga por los servicios de los trabajadores, mejores condiciones deberá ofrecerles. ¿Por qué el jornal diario promedio que se paga en los valles agroexportadores de nuestra costa es mucho más alto que el que supondría la remuneración mínima vital, si para cumplir con la ley los empresarios tendrían que pagar solo esta y ahorrarse el resto? Pues porque la multiplicación del número de quienes necesitan contratarlos ofrece mucho más a los trabajadores que la multiplicación de las leyes que buscan protegerlos.
Entonces, en lugar de intentar trabajar al margen de las reglas de la economía, nuestros legisladores deberían preocuparse por trabajar con ellas. En otras palabras, de lograr que la inversión tenga los menores obstáculos posibles para que se multiplique. Más inversión es más demanda por trabajadores, y más demanda por trabajadores es mejores precios para lo que ellos venden (su trabajo). De esta forma se consigue una protección que, aunque pueda parecer menos firme que la que se escribe en la ley, tiene la ventaja de ser real. Tan real como lo sean las opciones del trabajador de irse a ver otras ofertas a la hora de negociar su sueldo.
Esto no es teoría, es lo que ha estado pasando en el empleo agrario en el Perú desde el 2001 hasta acá. Por eso, justamente, se lo quiere parar, porque “ya ha conseguido sus objetivos” (y ojo que los proyectos de ley en este sentido van desde el Frente Amplio hasta Fuerza Popular).
Si usted, en fin, sí ve la ironía, comprenderá por qué Jacinto Benavente la definía como lo hacía. “La tristeza que sonríe porque no puede llorar”.