Ahora que la fecha del bicentenario nos abruma y celebramos todo aquello que tenga (real u oportunista) sabor histórico, hay que lamentar que el 2016 haya transcurrido sin que nadie rememore los 500 años de la publicación de “Utopía”, el fantástico libro de Tomás Moro.
No se le ignoró en otras partes de América. En México, por ejemplo, el Museo Nacional de Antropología hizo un despliegue de reuniones e invitados importantes que conocían el tema y lo trataron desde perspectivas modernas con admiración y respeto. Se recordó que el autor llegó a ser lord canciller de Inglaterra y que su círculo de amigos cercanos incluía a Erasmo de Rotterdam. Su obra puede ser leída en todos los idiomas y su prestigio está por encima de cualquier elogio.
La vida de Moro transcurrió entre su quehacer como intelectual y su servicio a la corona inglesa, ocupando cargos que fueron ascendiendo desde sheriff de Londres hasta la cancillería, a lo largo de tres reinados. Esta visibilidad y poder concluyeron cuando desobedeció el mandato de Enrique VIII, al negarse a aceptar como válido el divorcio del rey y rechazar la separación de la Iglesia de Inglaterra del Vaticano.
Su libro es una lectura indispensable para cualquiera de las disciplinas que componen las humanidades o ciencias sociales. Y quizá para el conglomerado de materias que ahora conocemos bajo el nombre de “ciencias de la comunicación”.
El título de la obra es hoy día un concepto de contenido claro y que al mismo tiempo alberga muchos significados. En términos globales, se puede decir que sirve para calificar situaciones u objetivos irrealizables que, sin embargo podrían ser tentadores. Literalmente, ‘utopía’ debe traducirse como ‘ningún lugar’.
El texto describe una isla en la que habita una sociedad perfecta que el autor relata como producto de la entrevista que tuvo con Rafael Hythloday, un aventurero portugués, que llevado por su afición a conocer el mundo se habría embarcado en la flota de Amerigo Vespucci, a quien acompañó en las últimas tres de las cuatro travesías que realizó el navegante y geógrafo italiano al que nuestro continente debe su nombre.
Tomás Moro era consciente de que si en algún lugar del planeta se podía ubicar su fantasía, ese tendría que ser América. Tanto es así que en una carta que escribió a su amigo Pedro Gilles le dice textualmente: “No se nos ocurrió preguntar, ni Rafael pensó en decírnoslo, en qué parte del Nuevo Mundo está situada Utopía. Daría mi modesta fortuna para que no se produjera tal omisión”.
Utopía es descrita como un brazo de tierra (cabo o península) al que se le corta la continuidad con el continente construyendo un canal que permite fluir las aguas del mar a través de la península. Se aisla esa parte del continente, convirtiendo en isla el antiguo brazo terrestre.
Los utopienses son descritos como miembros de una sociedad en la que se ha eliminado la propiedad privada, incluyendo las casas de sus habitantes, que se sortean cada diez años para que se pierda el apego posesivo aun a las cosas más cercanas. Esto significa que todos los hogares tienen las mismas características, lo que permite no extrañar lo necesario en cada mudanza.
Se trata, además, de personas dedicadas a la agricultura, que tienen como otras opciones laborales el tejido (al que se dedican especialmente las mujeres) y los oficios de albañil, herrero y carpintero. Pero el trabajo está organizado para que tome solamente seis horas diarias y no se recibe pago alguno. Esto porque, en general, las labores están dedicadas a satisfacer las necesidades de la comunidad, en un fluir de intercambio de actividades donde no es necesario el dinero.
Las autoridades se eligen desde el nivel comunal, que tiene como unidad mínima 30 familias a las que gobierna un “sifogrante”, que en la ciudad principal llegan a ser 200. Ellos, a su vez, eligen a un “príncipe”, la única autoridad de por vida (salvo que se convierta en un tirano, es decir, que actúe en provecho propio, en lugar de actuar en favor de la comunidad).
Utopía conoce el valor del oro y la plata, que son acumulados por sus gobernantes con objetivos muy concretos, por ejemplo, para contratar guerreros extranjeros, que combatirán por ellos en caso de conflicto con otras sociedades. Dichos metales son objeto de desprecio por el valor que le adjudican los extraños. En Utopía se les usa como grillos y cadenas para los prisioneros o esclavos.
El relato sobre la isla se extiende con total minuciosidad. Sin embargo, no es posible ignorar que cada una de las virtudes (o ilusiones) que se atribuye a los utopienses es la contraparte del sufrimiento de Europa en el siglo XVI, sumida en las guerras que plagaron a ese continente por las ambiciones de las noblezas que mantenían el poder, y que afligió a la enorme mayoría de su población, que combatió como soldados en su provecho y tuvo que abandonar los campos de cultivo o ganados por razones que estaban más allá de sus intereses.
Moro puso por escrito el sentimiento de los conquistadores de América, que buscaron en estas tierras El Dorado, El País de los Césares, El Paititi, etc. El texto recuerda a las personas que recorrieron el continente hasta el estrecho de Magallanes, en persecución de un imaginario lugar donde las plantas ofrecieran sus frutos sin necesidad de cultivarlos, donde el oro y la plata estuvieran en la superficie, las ropas se ofrecieran ya tejidas, los animales de carga se sometieran a su servicio y los habitantes (varones y mujeres) de este paraíso recuperado estuvieran a sus órdenes. A Pedro de Valdivia, Francisco de Orellana, Lope de Aguirre y a los muchos otros embarcados en esta aventura, les importaba poco que el hecho fuera histórico, lo querían ahora, en sus manos. En esa ambición murieron persiguiendo una utopía.
Todo esto ya se mencionaba desde Homero y Hesíodo, pero como diría el Quijote, se trataba de algo que pertenecía a la “dichosa edad y siglos dichosos, a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados”.