En las primeras horas del miércoles 10 de octubre de 1923 fallecía en su retiro de Ancón el mariscal Andrés A. Cáceres. Tenía 87 años. Sus ayudantes, inmediatamente, se comunicaron con Palacio de Gobierno y con el ministro de Guerra informando sobre el doloroso suceso. A las 7 de la mañana partió de Lima un tren especial conduciendo a altas autoridades castrenses así como a un equipo de médicos que se encargó de embalsamar el cadáver colocándolo en un ataúd de acero con incrustaciones de plata quemada que se llevó desde la capital. A las 10 a.m. la comitiva fúnebre estaba de regreso en Lima. El ataúd fue llevado en hombros hasta el Círculo Militar y ya era público un decreto que disponía que a los restos del mariscal se le tributarían honores de presidente de la República. En la tarde el cadáver fue llevado a la Basílica Metropolitana y colocado en un suntuoso túmulo. Las ceremonias religiosas fueron solemnísimas y el templo estuvo repleto. El sepelio se realizó el día 13. Una gran multitud colmó las calles y acompañó al bravo guerrero hasta su última morada, la Cripta de los Héroes.
A partir de 1882 el gonfalonero de la lucha contra el invasor chileno fue el entonces coronel Andrés A. Cáceres, quien había dado sobradas pruebas de talento militar, patriotismo y valor en los combates de San Francisco, Campo de la Alianza, San Juan y Miraflores. Artífice del triunfo solitario y luminoso de Tarapacá, se convirtió en horas tristes de anarquía, infortunio y desesperanza, en el Brujo de los Andes, quien al frente de sus montoneras dijo a los peruanos que si la tierra –mejor dicho, parte de ella– estaba cautiva, en nuestra patria seguían latiendo corazones libres e invencibles. Cáceres ejercía un vibrante liderazgo, esa virtud que hoy, lamentablemente, no existe en el Perú.
Cáceres, tal vez mejor que nadie en esos días, estaba persuadido de que la continuación de la guerra debía sustentarse en sorpresivos movimientos de sus hombres con los que daba golpes de mano. Para su dirección, él aportaba singulares virtudes: excelente formación profesional, autoridad moral, discernimiento del teatro de operaciones, energía, intuición, carisma y salud a toda prueba. Todo esto explica por qué durante la campaña de la Breña, mientras otros muy pronto se dieron por vencidos, Cáceres no aceptó la derrota y jamás renunció al esfuerzo, el sacrificio y la acción.
“Gran conocedor de la región andina –escribió su biógrafo, Jorge Guillermo Leguía–, cara a cara al desastre, Cáceres reproducía en la memoria, como en un mapa en relieve y con el colorido peculiar de los lugares mismos, los distintos centros de toda suerte de recursos. Y cual si dictara consignas tácticas en el instante del choque, dispone la irradiación de sus ayudantes a levantar nuevas tropas en torno de nuestros pabellones agujereados por los proyectiles”.
A Cáceres nada lo abate ni arredra. Multiplica las horas del día con su incomparable actividad. Adiestra campesinos y los convierte en soldados, se agencia dinero, armas, municiones, informes y toda gama de vituallas. Traza planes de operaciones futuras, inspecciona rutas, vigila los movimientos del depredador enemigo, recibe comisiones de todo el país, escribe cartas que ganan voluntades a la causa de la resistencia, misivas que casi siempre lograban derrumbar egoísmos y desconfianzas en favor del Perú. Para sus soldados, hombres humildes de los Andes, Cáceres no era solo jefe, sino también padre, amigo y confidente con el que podían hablar, al amor de las hogueras, en lengua quechua que el gallardo coronel ayacuchano conocía desde siempre.
Hasta el invasor termina por rendirse ante sus virtudes personales y castrenses. La Revista Militar de Chile, de 1886, dice del héroe de la Breña: “Cáceres ha demostrado una vez más no solo su inquebrantable energía de carácter, sino también una pericia militar poco común. No es, pues, un enemigo vulgar y poco temible, como se le ha juzgado hasta aquí”. Añade el anónimo autor del texto: “El frío glacial de las cordilleras o el calor tropical de las pampas, la carencia de agua y de víveres, la escasez de municiones y de medios de transporte, los numerosos descalabros que sus tropas han sufrido, nada ha sido bastante a doblegar su voluntad de acero, ni a rendir sus fuerzas y energías físicas”.
Don Jorge Basadre dijo que a Cáceres solo le faltó una cosa para su consagración que hubiese sido apoteósica: morir en Huamachuco. “Al ser salvada su vida –añade el gran historiador de la República– hubo en ella una trasmutación: El guerrero se volvió un caudillo. No fue él a la política, sino ella lo buscó en su tienda de campaña”. El militar, el adalid de los esforzados breñeros, es figura nacional indiscutible que está por encima de los juicios de valor que alcanzan siempre a los políticos, papel que Cáceres desempeñó en otra etapa de su vida. Junto a Miguel Grau y Francisco Bolognesi, Andrés A. Cáceres completa la inmortal trilogía de los héroes castrenses más destacados en la Guerra con Chile.