En la reciente edición de CADE, el ex presidente mexicano Felipe Calderón dijo que sería preferible que países como el Perú produjeran “Apple en vez de manzanas”, para graficar así la necesidad de movernos hacia una economía basada en el conocimiento. En esta, la generación de riqueza se logra a través del conocimiento y la innovación, que permiten producir bienes y servicios con un alto valor agregado. ¡Qué país emergente no quisiera acercarse a ese mundo!, uno que recae en el desarrollo del capital humano y su capacidad de crear y usar el conocimiento en la producción más que en la explotación de recursos naturales, en la inversión en maquinaria o en la abundancia de mano de obra. Sin embargo, en la búsqueda de ese mundo ideal no debemos olvidar uno de los mayores desafíos que tenemos en los siguientes años: la generación de empleo formal.
Los niveles educativos y de inversión en investigación y desarrollo de países líderes en la economía basada en el conocimiento –como los nórdicos, Estados Unidos, Canadá o Suiza, capaces de haber logrado grandes avances tecnológicos en áreas como telecomunicaciones, robótica y nanotecnología– están a una distancia sideral de los nuestros. Los recientes resultados de la prueba PISA son un reflejo de nuestro retraso relativo. Es cierto que estos han sido bastante mejores que los de la medición previa. Pero, si mantuviéramos ese alentador ritmo de mejoría –un reto de por sí formidable–, necesitaríamos 20 años para alcanzar los niveles de los países desarrollados. Y, junto con esto, invertir recursos para crear un sistema de innovación –conformado por empresas, universidades y centros de investigación– que asimile el conocimiento global y lo adapte a necesidades locales, y ampliar significativamente el acceso a las tecnologías de información y las comunicaciones.
Mientras tanto, ¿qué hacemos con la actual población en edad de trabajar, que lamentablemente tiene, en promedio, una baja productividad? ¿Qué ofrecemos a los miles de jóvenes que accedieron a una educación subóptima? Pongamos un poco de cifras. En el Perú tenemos 12,6 millones de personas que desean trabajar, 8,1 millones tienen que hacerlo informalmente. Y esta población crece en 150 mil personas al año –jóvenes más adultos que regresan al mercado laboral–. Es poco realista hablar de economía del conocimiento en un país que es incapaz de generar empleo formal para la gran mayoría de sus trabajadores. Es como pretender jugar la Champions League con equipos que disputan la Copa Perú.
Por ello, en paralelo a perseverar en mejorar nuestra educación y en promover la inversión en investigación y desarrollo, el Perú debe convertir la generación de empleo formal en una prioridad, casi en una obsesión. El empleo formal significa acceso a condiciones dignas de trabajo, a seguro médico, a capacitación en el trabajo, a crédito hipotecario, etc.
Para ello, no hay otra ruta que promover la inversión privada. Cuando esta crecía entre 10% y 20%, el empleo formal lo hacía en alrededor de 5% por año. En el 2016, cuando la inversión privada decreció por tercer año consecutivo, el empleo formal apenas creció cerca de 0,5%.
Entonces, volvamos a lo básico. Primero, tenemos grandes riquezas mineras que debemos explotar. El IPE estimó que cada US$1.000 millones de exportaciones mineras adicionales genera 78 mil empleos directos e indirectos. Más allá de la cifra en sí, la evolución reciente de indicadores de pobreza en Cajamarca vs. Apurímac constituye el mejor aval de ese impacto.
Luego, debemos perseverar en facilitar inversiones en sectores que han demostrado ser generadores de trabajo como, por ejemplo, la agroindustria de exportación. Esta emplea 300 mil personas, y con el desarrollo de Olmos, Chavimochic III y Majes-Siguas, la cifra podría crecer significativamente.
También debemos promover la inversión en industrias en las cuales tenemos un gran potencial, como la forestal. Se estima que dos hectáreas de plantación generan un puesto de empleo. El Ministerio de Agricultura calculó en casi 10 millones de hectáreas lo que el Perú tendría como potencial, dos millones rápidamente aprovechables en la selva. Lo mismo vale para otras actividades intensivas en mano de obra, como el turismo y el retail moderno.
No subestimemos, además, los niveles tecnológicos que requiere la explotación de una mina, la sofisticación de la actividad agroindustrial y sus avances en innovación –hoy existen 13 productos cuyas exportaciones superan los US$50 millones, cuando hace apenas 10 años eran solo tres– o el impacto que tienen todas ellas en el desarrollo de industrias y servicios a su alrededor.
Finalmente, algo debe hacerse con la legislación laboral. Volvamos a la realidad: en los últimos 10 años, la proporción de trabajadores formales con contrato indefinido se ha mantenido prácticamente constante. Todo el incremento en la formalización durante ese período se ha producido en contratos a plazo fijo. La razón es obvia: el costo de despido es tan elevado –y, a veces, imposible de ejecutar–, que las empresas son reacias a incrementar su planilla permanente. El Perú tiene una de las legislaciones laborales más rígidas del mundo.
Hagamos el esfuerzo de sumarnos a la economía basada en el conocimiento para ser capaces de producir “Apple”. Pero, mientras, necesitaremos producir –con calidad, innovación y orgullo– “manzanas”, para generar empleo digno para los millones de peruanos que están y estarán entrando al mercado laboral en los próximos años.