“¿Es necesaria una reforma regulatoria de segunda generación?”. Esa es la pregunta que trató de contestar un panel de economistas y abogados en el reciente Congreso Internacional Los Retos de la Regulación: Análisis de Impacto y Enforcement, organizado por la Universidad del Pacífico y el estudio de abogados en el que trabajo, que contó con la participación de Robert Baldwin, profesor de la London School of Economics and Political Science y uno de los mayores expertos en regulación.
La discusión se centró, antes de cómo mejorar la regulación, en cómo mejorar la desregulación. Hubo coincidencia en que antes de que la regulación cree barreras a la inversión, hay que crearle barreras a la regulación.
La discusión no pudo ser más oportuna. Estamos dentro del plazo para que el Ejecutivo dicte una serie de decretos legislativos en base a las facultades delegadas por el Congreso. Se incluyen medidas para facilitar el comercio doméstico e internacional y eliminar regulaciones excesivas que lo limitan.
Es posible que lo que se busque sean normas que le pongan “retroceso” al “carro regulatorio”, de manera de tratar de forzar a los funcionarios a regresar sobre sus propios pasos (aquellos que los llevaron a crear todo tipo de regulaciones absurdas) y desmantelar la red de trámites y exigencias que ahogan al sector privado. Pero eso no va a funcionar.
En mi experiencia los funcionarios (en especial los mandos medios, los que aplican las regulaciones) son más poderosos que las leyes. Desafían, sin siquiera sonrojarse de vergüenza, los mandatos que les obligan a ser racionales o a no pedir absurdos. Son ingeniosos para encontrar atajos que justifiquen más trámites y evitar levantar los que existen. No importa que lo ordene el ministro o el mismísimo presidente. No interesa que la ley los amenace con sanciones. La solidaridad con el trámite es siempre más fuerte que la solidaridad con el ciudadano.
A inicios de los años 90 enfrentamos una situación similar. El primer gobierno de Alan García había sepultado todo atisbo de iniciativa privada bajo toneladas de trámites, controles de precios y amenazas de expropiaciones. La actividad económica estaba más que paralizada: estaba paralítica. Si se hubiera tratado de eliminar los trámites y requisitos absurdos, solo hacer el inventario nos hubiera tomado una década completa.
Entonces se hizo la única reforma regulatoria que tenía sentido: se desreguló. Se dictaron normas, basadas en facultades similares a las que el Congreso le ha dado al actual gobierno, que en lugar de desmantelar por pedacitos del laberinto, lo dinamitó. Los decretos legislativos 668 y 757 declararon que quedaban sin efecto virtualmente todas las regulaciones, con unas pocas excepciones.
Por ejemplo el Decreto Legislativo 757 declaró, sin dar muchas vueltas, que “…toda empresa tiene derecho a organizar y desarrollar sus actividades en la forma que juzgue conveniente”, derogando “toda norma que fije modalidades de producción o índices de productividad, que prohíba u obligue a la utilización de insumos o procesos tecnológicos y, en general, que intervenga en los procesos productivos de las empresas en función al tipo de actividad económica que desarrollen, su capacidad instalada, o cualquier otro factor económico similar…”.
El resultado de estas reformas fue uno de los crecimientos económicos y reducción de la pobreza más espectaculares de Latinoamérica y que explica por qué los peruanos estamos hoy mucho mejor.
La respuesta a la pregunta del panel es “no”: no se necesitan reformas regulatorias de segunda generación. Lo que se necesita es volver a las reformas de primera generación, hacer borrón y cuenta nueva de todos los absurdos que hemos creado y comenzar de nuevo.