
Cuando leí sobre el lanzamiento de la campaña Zona Rígida de este Diario y su defensa del peatón, me acordé de un accidente que sufrió mi madre. Hace unos 15 años, ella estaba de visita en Lima y cruzaba una calle camino a la iglesia. Vio que un carro quería voltear a la izquierda pero pensó que le cedería el paso por ser peatón. No fue así, fue empujada y derribada. Menos mal que no trajo mayores consecuencias, a pesar de que ya tenía 75 años.
Supe de todo esto años después, cuando lo contaba como una gran anécdota. Además, fue así que nos explicó por qué no quiso acompañarnos en algunos paseos. Ella había soportado el dolor en sus rodillas estoicamente. Yo, en cambio, me molesté y le increpé que no hubiera dicho nada. Me respondió inmediatamente: “¿Y me habrías dejado pasear por mi cuenta si te contaba?”.
Para mi madre, al igual que para muchos de los habitantes de la urbe, caminar es una actividad placentera, llena de vida, que entretiene y pone en contacto con el entorno. No nos debe extrañar que –de acuerdo a la última encuesta de Lima Cómo Vamos– “ir a parques a pasear” sea una actividad realizada por el 84% de habitantes de la ciudad. De ahí que la defensa del peatón sea esencial por varias razones.
La primera es que –tarde o temprano– todos somos peatones. Defenderlo es defendernos a nosotros mismos. También es protegerlo. Es así porque una proporción mayor de las caminatas son realizadas por amas de casa haciendo el mercado, niños jugando o yendo a la escuela, y adultos mayores. En los dos últimos casos, se trata de habitantes especialmente vulnerables al tráfico motorizado.
La segunda razón es que caminar es saludable para las personas y el medio ambiente. Es la forma más común de traslado no motorizado en nuestra ciudad, con cerca de 25% de los viajes diarios. El problema es que también el peatón es la víctima mortal más común de accidentes de tránsito, con casi el 80% de los casos. En comparación, en Estados Unidos solo representan el 15%.
Pero quizás más importante es la tercera razón: se trata de una de las formas principales de hacer que la ciudad tenga una escala humana. Es decir, que esté en función y al servicio de la calidad de vida de sus habitantes.
En su libro “Espacio-tiempo y movilidad” (2013), Javier Protzel nos ofrece un informado recuento de cómo la movilidad va cambiando nuestra visibilidad. Resalta este hecho al comparar a los viajeros del pasado –a pie o a caballo– y sus paisajes casi incambiables con los viajeros actuales que solo perciben un paisaje borroso. Como resultado, “[…] el cuerpo del viajero fue disociándose de su transcurso” (p. 28).
Algo parecido ocurre en nuestros traslados urbanos. Un caminante se desplaza a cinco kilómetros por hora, mientras que un motorista lo hace entre los 30 y 80 kilómetros. El caminante se encuentra en contacto directo con el suelo y el medio (aire, clima, temperatura) y está más atento a sus alrededores. Por el contrario, el motorista está elevado del suelo, encapsulado en una máquina, distanciado del medio y enfocado en el flujo del tráfico.
Al motorizarse nuestras ciudades, el habitante urbano fue perdiendo la noción del trayecto –de los matices y minucias del recorrido– y se fue convirtiendo en un ser meramente consciente del punto de partida y del arribo. En cambio, el poblador de una ciudad concentrada y densa –como el caso de Nueva York– tiene que caminar y es más consciente del espacio urbano en una escala micro. Por eso son urbes de cafés, bares, bodegas, restaurantes y librerías de barrio. Es decir, una ciudad de huariques.
La ciudad que invita a caminar tiene habitantes que se preocupan de sus espacios públicos y se apropian de ellos en el buen sentido de la palabra. Uno de los primeros pasos para lograr este gran cometido es haciendo realidad lo que ya indican nuestras normas viales: respetemos al peatón.