El editorial del domingo pasado de este Diario resaltó un hecho aparentemente inadvertido por la clase política: el Perú es un país de empresarios. Desde las tradicionales clases acomodadas hasta el pujante mundo de las clases emergentes, nuestra sociedad está repleta de “empresarios”. Es más, aunque informales y sin derechos básicos, reciben dicha etiqueta. El editorial titulado “Márketing Político 101” hacía un llamado a abandonar la demagogia política que polariza entre “empresariado” y “pueblo” pues consideraba que el antagonismo entre ambos se difuminaba con la ampliación de la nueva clase media, mayormente “empresarial”. Este cambio de léxico sería fundamental –según el editorial– para actualizar la política intrínseca a trajinados estereotipos.
Este argumento repite el mismo defecto que critica: la demagogia del emprendedor. Utilizar la categoría “empresario” como criterio estandarizador y modernizador de la política tiene perjudiciales consecuencias. Pretender estandarizar a la sociedad en términos de la actividad empresarial, de naturaleza heterogénea –unos tienen más capitales y recursos que otros, por diversos motivos–, contradice uno de los propósitos fundamentales de la mano invisible del mercado: agudizar las diferencias.
Generalmente, el grito de “empresarios del Perú uníos” invisibiliza los distintos problemas estructurales que nos aquejan (informalidad, acceso a crédito, seguridad de capitales, etc.). Para algunos el objetivo de hacer empresa no alcanza a la acumulación de capital sino que se reduce a la sobrevivencia. A estos últimos me cuesta llamarles “empresarios”.
Con respecto a la modernización, ¿cuán innovador resulta un discurso político “democratizador” basado en una visión en extremo laxa del empresariado? ¿Acaso no se intentó antes con Fredemo y con Fujimori? ¿Acaso no lo prendió De Soto y su “Capital Popular”? Lo que olvida el editorial de este Diario es que este tipo de llamamiento no es nuevo; es, quizás, tan caduco como hablar de “pueblo”.
Lo que más me llama la atención es el soslayo (sintomático) de un discurso centrado en un eje “ciudadano”. La política en las democracias modernas no es exclusiva del “empresario” ni del impreciso término “pueblo”; es, sobre todo, del y para el “ciudadano”, categoría que trata a todos los miembros de una sociedad con igualdad ante el Estado, más allá de sus niveles de ingresos, su procedencia étnica, su género y redes amicales (lobbistas abstenerse).
Un tratamiento político ciudadano evita toda demagogia populista y economicista y trasciende los antagonismos entre “pueblo” y “empresario”. Reivindica requerimientos consustanciales a la comunidad política (lucha contra la pobreza, reconocimiento de minorías). La “modernización” de la política, entonces, no pasa únicamente por un uso profesional del márketing político (potencialmente contraproducente), sino por una sociedad horizontal (“república de ciudadanos”), premisa fundamental que debió saldarse en el siglo pasado.
Lo que nuestra clase política requiere es una clase de Ciudadanía 101, para evitar la reproducción de la discriminación en sus estrategias políticas. La asunción de estas premisas debería significar, inclusive, el cambio de algunos rótulos (¿Podríamos llamar a la Defensoría del Pueblo “Defensoría de los Ciudadanos”?, por ejemplo). Eso solo es plausible con una política profesionalizada en su filosofía; el márketing político es secundario.