La vida del gran poeta japonés Kobayashi Issa estuvo llena de sinsabores que no impidieron que fuera creador de los más hermosos haikus del siglo XVIII, poemas minimalistas pero abiertos a la interpretación y a la profundidad de su maravilloso autor:
“Este mundo es gota de rocío
Puede ser una gota de rocío,
Y sin embargo... sin embargo”
Issa tal vez nos decía que pese a que nuestro tránsito corporal por la vida era efímero, había algo que nos llevaba a dudar.
En la cuarentena hemos entrado en contacto con la realidad frágil de nuestro cuerpo y tercamente, “sin embargo”, hemos encontrado formas de superar sus propios límites.
La mayor parte de las tradiciones religiosas hablan de los orígenes humanos a partir del material primigenio, ya sea que el dios creador los hizo de maíz, espuma, masa de pan, sangre sagrada o barro. Y en la mayoría de tradiciones los dioses han decidido de alguna forma intercalar sus moradas sagradas con la vida terrestre y se han encarnado constituyéndose en avatares, valorando el cuerpo desde el discurso espiritual.
La antropología ha estudiado cómo el cuerpo se ha constituido en un sistema de símbolos y de distinción. Los grupos humanos han convertido sus cuerpos en obras de arte que los representan, desde pintura facial, tocados y todo tipo de adornos; y los protocolos en toda cultura han exigido cierto grado de representación de todo el grupo a través del cuerpo. Hoy, por criterios prácticos, usamos una mascarilla cuya ausencia en el espacio público es tabú y creamos un aura de distancia que es nueva para nuestra cultura urbana tan escasa de espacio. Una sociedad como la nuestra tiende a “normalizar” los cuerpos y someterlos a maneras de control que van desde las formas de disciplina en el hogar (“párate bonito”) a la escolar (la formación en el patio y la toma de distancia).
De manera agresiva, en la cultura occidental –a la que pertenecemos de manera siempre accidentada– se ha promovido una compulsiva promoción del cuerpo materialmente contenido e incluso encorsetado, exigiendo socialmente prendas que controlan el volumen y la solidez de nuestra materialidad. Esta obsesión occidental por lo compacto, macizo y proporcional ha hecho que sea una cultura que teme lo que “no está en su sitio”, lo que no está “contenido”, lo chorreante. Se ha discriminado y sometido a burla a quien no encaja en el modelo. Más aún, ¿no se han dado cuenta de que la cultura occidental siente asco, rechazo o miedo de las propias segregaciones corpóreas, exceptuando las lágrimas? Eso nos explicaría por qué el papel higiénico fue una de las primeras cosas que desaparecieron de los anaqueles durante la cuarentena.
Es imposible pretender entender la lógica cultural del uso de nuestro cuerpo como si viviéramos en una sociedad de la abundancia. Somos una sociedad de cuerpos acostumbrados a la incertidumbre, que tienen que proveerse en el día a día como cuando éramos cazadores sin refrigeradoras ni seguridad social. Lógicas de trabajo a destajo nos han llevado con frecuencia a encontrar formas desesperadas de llenar de energía barata nuestro cuerpo por medio de azúcares y grasas “al paso”. En el caso peruano va desde el chancay al pollo a la brasa, siempre regado con nuestra dulcísima Inca Kola y la desesperación por combustible y gratificación rápida.
Dos conclusiones podemos sacar con respecto a nuestros cuerpos en esta cuarentena. La primera es que les hemos impuesto cruelmente los ideales culturales de grupos que, por dominantes, no corresponden a la realidad de la mayoría y esto ha enmarcado los procesos de discriminación y rechazo.
La segunda es que siempre encontraremos formas de interactuar, si no con nuestros cuerpos, con la imagen del mismo. La tecnología que más desarrollamos para el siglo XXI no fue la destinada a los vuelos espaciales o a la robótica, sino a las comunicaciones desesperadas con la otra persona, para poder sentir su voz, y ahora poder ver su imagen. Como en el haiku de Issa, no nos resignamos a ser gotas de rocío y con idas y venidas ponemos un “sin embargo” a la separación.
Definitivamente, somos una especie rara que crea historias y las sigue, y por lo tanto, somos capaces de crear con los mismos sistemas de creencias que generan castas o clases sociales que clasifican cuerpos. Nunca antes en la historia ha habido tantos cuerpos interactuando en el espacio público y por eso chocó tanto ver las fotos de las avenidas vacías. Hoy choca ver lo contrario por miedo al contagio, en una urbe que como el país tiene una crisis de centralismo. Es importante estar alertas a que en la nueva vigilancia no se filtren nuevamente fundamentalismos que diferencien cuerpos que importan más o cuerpos impuros o apartados en estas nuevas reglas de juego en nuestro amargo ajedrez social donde pareciera que solo juegan los peones convertidos en estadísticas sin historia. Eso ya no.
Frente al café mi profesor Fernando Fuenzalida me contó una tradición de la India, que comparaba nuestros cuerpos con recipientes de diferentes formas, pero todos colocados en el fondo de un mismo lago, con un mismo contenido, sin importar la forma, estábamos unidos por un mismo espíritu. Recuerdo que cuando me lo dijo, abracé con mi mano la taza y sentí su contenido. El espíritu es cálido.