El otro día, mientras sufría viendo una ocurrencia (¿?) más de la Comisión de Constitución del Congreso, empezó a sonar en mi cabeza una canción popular de finales de los años 80 del grupo Pet Shop Boys. “What have I done to deserve this?” es el lamento de dos jóvenes atrapados en una relación tóxica de la que no pueden escapar. Me preguntaba, entonces, ¿qué hemos hecho para merecer a políticos de escaso mérito parlamentario pero de amplia desfachatez cuando se trata de pisotear la legalidad y las instituciones para impulsar sus agendas personales o partidarias? Tengo la impresión de que –al igual que en la canción– sufrimos de relaciones dañinas de codependencia que ingenuamente pensamos serán superadas en las próximas elecciones. Y sin embargo, cuando estas ocurren, volvemos a repetir los errores que –con el tiempo– se magnifican con efectos aún más nocivos para nuestro sistema político.
Reflexionando sobre el asunto, enumeraba en mi mente todas las cosas que hemos hecho mal y que han permitido que lleguemos a esta situación. Desde hace varias décadas votamos por desconocidos, sin experiencia política, que llamamos ‘outsiders’ porque ingenuamente los consideramos impolutos. Por alguna extraña razón, creemos que la política es lo único corrupto y que cualquier persona ajena a ella ya es digna de ser elegida. Como no nos llegan a convencer los candidatos, entonces hacemos un cálculo sobre cuál será, potencialmente, “el menos malo”. No importa que sea corrupto; tapamos nuestras narices y sentenciamos que “roba, pero hace obra”. Y después nos lamentamos de tanto improvisado y aprovechado.
Además, actuamos convencidos de que el país prospera “a pesar de la política”. Como he señalado varias veces en esta columna, esta apreciación ideológica intenta remarcar la robustez del mercado en comparación con las debilidades e ineficiencias de la institucionalidad democrática. Este discurso es peligroso pues alimenta los populismos –sean estos de derecha o de izquierda– que tildan a la democracia como ‘ineficiente’ y ‘corrupta’ (y, por ende, dispensable).
Aunque, pensándolo bien, si queremos salir de la escabrosa situación política en la que nos encontramos, es preciso cambiar la dirección de la pregunta y plantearnos, más bien, ¿qué no hemos hecho que nos ha llevado a merecer esto? Por una cuestión de brevedad y espacio me gustaría responder puntualizando en cuatro aspectos.
Primero: no hemos sido capaces de legitimar normas básicas de convivencia democrática. Como resultado de esto, priman dos tipos de comportamientos con respecto a lo público: el éxodo (evasión) o la privatización (apropiación excluyente). Resulta, entonces, difícil exigirles a nuestros políticos que sean respetuosos y dialogantes cuando diariamente contribuimos a que la calle o cualquier lugar de encuentro ciudadano sea una jungla.
Segundo: no hemos querido ponerle el pare a la corrupción cotidiana. Somos ciudadanos cómplices de un sistema podrido en el que todos los días –con total naturalidad– se coimea a un policía, a un inspector, a un fiscal o a un juez. De seguro me dirán, “no todos sobornamos”. Pero sí callamos y otorgamos.
Tercero: no le hemos dado la debida atención a la educación como un bien público que crea ciudadanos informados, éticos, críticos e innovadores. Por el contrario, hemos permitido que la educación sea transformada en una mercancía cuya calidad depende de la capacidad adquisitiva, desvirtuando el carácter de equidad y justicia social que esta tiene en las sociedades democráticas.
Cuarto: no hemos podido dar forma organizativa a las acciones ciudadanas que buscan construir una sociedad republicana. Se ha ganado la calle varias veces y ello ha impedido graves injusticias, es verdad, pero el poder continúa en manos de los que corroen o traicionan a la democracia.
Lo más triste es que quizás sea cierto lo que señala el sociólogo Danilo Martuccelli en una reciente publicación: nuestros Gobierno y Congreso sí son representativos de nuestra actual sociedad, es decir, son una mezcla de informalidad, achoramiento y achichamiento. De ahí la urgencia para que los ciudadanos demos nuevas formas a una sociedad que se encuentra –en palabras de Martuccelli– “desformada”. En este sentido, él recomienda una coproducción ciudadana que en lo legal construya la república; en lo normativo, la convivencia ciudadana, y en lo cultural, una ética igualitaria.