La pandemia parece haber reducido la globalización, pero su retirada este año es simplemente el capítulo más reciente de un proceso en curso. Uno que ha dejado al mundo en desarrollo cada vez más pesimista hacia la idea de perseguir el crecimiento impulsado por las exportaciones como una vía para salir de la pobreza.
PARA SUSCRIPTORES: La vuelta al origen, por Iván Alonso
Antes de la llegada del COVID-19, las últimas estimaciones del Banco Mundial mostraban que la proporción de la población mundial que vivía en la pobreza extrema (menos de 1,90 dólares al día) había disminuido del 36% en 1990 al 10% en el 2015. Pero la pandemia amenaza con revertir parte de este progreso.
Las economías avanzadas, en particular las de Estados Unidos y el Reino Unido, se han vuelto cada vez más cerradas, restringiendo el comercio, socavando el multilateralismo y cerrando sus fronteras a los inmigrantes. Y es extremadamente improbable que estas tendencias se reviertan pronto.
No obstante, incluso si el comercio mundial ya no es el motor principal del crecimiento, los países en desarrollo tienen a su disposición otros medios para reducir la pobreza. Una opción es promover la integración regional, profundizando los lazos transfronterizos con países vecinos en una etapa similar de desarrollo. Aunque las asociaciones regionales no pueden proporcionar el mismo poder adquisitivo que los mercados de altos ingresos, pueden formar un mercado lo suficientemente grande como para lograr economías de escala. Las similitudes económicas pueden transformarse en una ventaja.
Pero la integración regional requerirá un cambio de mentalidad. Los países en desarrollo deben mostrar una mayor disposición a colaborar con vecinos a los que tradicionalmente han visto como competidores. Tendrán que invertir en infraestructura para vincular los mercados y necesitarán desarrollar nuevas instituciones y acuerdos comerciales para mantener un sistema estable.
Otra opción es centrarse más en sus propios mercados internos. Este enfoque llega más fácilmente a países con grandes poblaciones. India, por ejemplo, ciertamente podría impulsar un crecimiento más fuerte dentro de sus propias fronteras, siempre que adopte las políticas adecuadas. Tal modelo aún dependería en gran medida del comercio, pero sería comercio entre regiones dentro de la India y no con el resto del mundo.
Sin duda, en un país donde la mayoría de la gente vive a nivel de subsistencia, una gran población no genera automáticamente una demanda suficiente para que el crecimiento despegue. Pero para los países que tienen una clase media considerable existe una gran oportunidad para estimular el crecimiento y la reducción sostenible de la pobreza.
Sin embargo, los países menos poblados tienden a no tener mercados internos lo suficientemente grandes para respaldar el crecimiento en ausencia del comercio exterior. Especialmente en este caso, es más importante que nunca que los responsables de la formulación de políticas enfaticen las medidas para garantizar la igualdad. Muchos países en desarrollo, particularmente en África subsahariana, exhiben desigualdades asombrosas. Por lo general, una pequeña cohorte de ultrarricos controla los recursos naturales del país mientras millones viven en la pobreza. En ausencia de comercio, la única forma de crear y apoyar una clase media en esos países es mediante la redistribución de los recursos de los ricos.
Una distribución más equitativa de los recursos no solo contribuiría a la armonía social, también crearía las condiciones para el crecimiento, porque garantiza que cualquier recurso adicional generado por un choque de riqueza positivo (por ejemplo, el aumento de los precios de las materias primas) se filtraría, generando el poder adquisitivo necesario para apoyar la producción nacional.
Si esta idea parece descabellada, considere la experiencia de Noruega. Cuando el país descubrió el petróleo en 1969, su ingreso per cápita era de US$31.861 (en dólares del 2010). Para 2018, esa cifra casi se había triplicado, a US$92.120. Fundamentalmente, a partir de 1979, el Estudio de ingresos de Luxemburgo muestra que Noruega tenía un coeficiente de Gini relativamente bajo de 0,224, lo que indica una desigualdad relativamente baja.
Consideremos ahora a México, que hizo importantes descubrimientos de petróleo en la década de 1970, pero tenía un coeficiente de Gini de 0,430 en 1984. Entre 1960 y 2018, su ingreso per cápita aumentó de US$3.908 a US10.404.
Por supuesto, existen muchas diferencias entre Noruega y México más allá de las medidas de desigualdad de ingresos. Pero el hecho es que, al equilibrar cuidadosamente la igualdad y el crecimiento, muchos países en desarrollo tendrán una buena oportunidad de reducir la pobreza y lograr objetivos económicos más amplios incluso en el entorno mundial actual.
–Glosado, editado y traducido–