La caída del Muro de Berlín en 1989 llenaba al mundo occidental de optimismo. La democracia liberal triunfaba sobre el comunismo soviético y se convertía en el único modelo político viable para Occidente. Veintisiete años después, nos acercamos atónitos al final de ese ciclo. La elección de Donald Trump y el terremoto del ‘brexit’ a mediados de año nos han abierto los ojos a una nueva realidad o, en todo caso, a una que escogimos no ver. La alternativa que emerge al liberalismo político combina los procedimientos formales de la democracia con un discurso y, todo indica, políticas de gobierno mucho menos liberales.
Trump en sí mismo no es un fenómeno antidemocrático. El líder republicano obtuvo la nominación de su partido en unas primarias legítimas, y fue elegido presidente en elecciones limpias. La presidencia de Trump no pondrá en riesgo los procedimientos formales de la democracia. Trump se irá en cuatro años si no es reelegido, o en ocho si gana el segundo mandato que la Constitución permite. El presidente republicano implementará sus políticas respetando el marco legal, apoyado en las mayorías que su partido ha obtenido en las dos cámaras del Congreso.
Sin embargo, Trump ha ganado la elección con una conducta y un discurso profundamente iliberales. Durante la campaña dio repetidas muestras de misoginia, cuestionó la autoridad de un juez que llevaba un caso en su contra solo por ser de origen latino, propuso negar la entrada al país a ciudadanos musulmanes –a quienes acusa de ser terroristas–, calificó a los inmigrantes mexicanos de violadores y criminales, prometió deportar a millones de indocumentados y construir un muro que separe a Estados Unidos de México.
Independientemente de si Trump logra o no poner en práctica sus propuestas de campaña, su ascenso marca un cambio profundo en la cultura política norteamericana. Trump constituye una amenaza porque convierte en moneda corriente el discurso de la estigmatización y la mentira y da alas a otros populistas o aprendices de ellos a seguir el mismo ejemplo. Hasta hace no mucho pensábamos que las democracias occidentales más arraigadas estaban protegidas de la tentación populista. Trump ha roto ese paradigma.
Parece una paradoja que el triunfo de Trump se dé cuando Estados Unidos ha tenido importantes victorias liberales en años recientes. El país tiene por primera vez en su historia un presidente afroamericano, todo un hito en un país con un largo historial de tensiones raciales. Desde el 2010 una mayoría de ciudadanos apoya de manera consistente el matrimonio del mismo sexo, y este se volvió realidad en todo el país en el 2015. El apoyo al pago igualitario de hombres y mujeres está en aumento, según encuestas de Gallup. El mismo día en que Trump fue elegido, los votantes de ocho estados aprobaron el uso de la marihuana, ya sea para usos médicos o recreativos.
Es en parte frente a estos avances liberales y al desembarco de una sociedad más diversa que Trump ha movilizado a un grupo importante de electores. El núcleo de votantes que definió la elección –la clase trabajadora blanca de los estados posindustriales del norte– se ha sentido olvidado por las élites de los dos grandes partidos. La rabia contenida contra el ‘establishment’ los llevó masivamente a las urnas.
Ante esta coyuntura crítica, el escenario pesimista es que Trump implemente sus más prominentes políticas iliberales, alimentando las tensiones subyacentes en la sociedad. El resultado sería una sociedad aún más polarizada. El escenario optimista es que en los próximos cuatro años sean las fuerzas liberales las que se despierten del letargo para reformular la plataforma del Partido Demócrata con un mensaje que incluya a la clase trabajadora olvidada. Ese nuevo consenso liberal es más necesario que nunca.