Nos encontramos en el umbral de la Navidad, ese período impregnado de tradiciones, de rituales que nos llevan de regreso a la infancia, a las reuniones familiares donde las risas y las voces de nuestros seres queridos se mezclan con el aroma del panetón, el pavo o cualquier platillo que podamos llevar a la mesa.
Pero este año, como si de un invitado no esperado se tratase, se cuela entre nosotros una reflexión más áspera, más urgente: la de nuestro país y su liderazgo. ¿Cómo equilibrar el júbilo de estas fechas con la gravedad del momento?
En el calor de nuestros hogares, mientras las familias se esforzarán por evitar los temas que puedan desencadenar discordias, eligiendo en su lugar compartir regalos, algo se remueve en el fondo. Es la ineludible presencia de nuestra situación actual, el debate sobre la idoneidad de quienes nos gobiernan.
Ahí está la presidenta Dina Boluarte, convertida en el centro de un torbellino de opiniones, de críticas y defensas sobre su capacidad para gobernar. En el microcosmos de nuestras mesas navideñas, aunque intentemos evadir estos temas, surgirá la necesidad de analizar, de diseccionar sus habilidades políticas.
En estos diálogos, a veces incómodos, pero siempre necesarios, se pondrá a prueba también nuestra capacidad para entender y, quizá, para soñar con un país distinto. Así, mientras las luces de Navidad parpadean, dentro, en nuestras conversaciones, se iluminará la esperanza o la preocupación por lo que nos deparará el año venidero.
El 2023 finalizará con Dina Boluarte ostentando la más baja aprobación en las últimas dos décadas de un presidente de la República y la peor que posee un jefe de Estado en América Latina. En el ámbito nacional, solo el 9% aprueba la gestión de la mandataria, mientras que el 84% la desaprueba, de acuerdo con Ipsos.
En su balance anual, la mandataria aseguró que recibió un país al “borde del abismo” por la ineficiencia y la corrupción, tras asegurar que ha logrado “estabilidad democrática”. Es cierto que asumió la primera magistratura en circunstancias extraordinarias, que constitucionalmente le correspondía dada su condición de vicepresidenta y a raíz de que su antecesor, Pedro Castillo, había perpetrado una de las intentonas golpistas más patéticas de la historia nacional.
Sin embargo, ella prosigue hablando y actuando como si nada hubiera tenido que ver con la anterior gestión donde, como todos sabemos, fue figura clave, ministra y una tenaz defensora casi hasta el final.
Además, 12 meses después, proseguir culpando a Castillo de todos los males pasados, presentes y futuros luce más como un intento absurdo por desviar la atención de la propia incompetencia del actual gobierno.
Nadie esperaba que Boluarte fuera una mezcla de Gandhi con Churchill, pero ¿acaso era mucho pedir un poco de eficiencia? Su manera de enfrentar problemas como la recesión económica o la inseguridad ciudadana simula la de un escolar resolviendo un problema de física cuántica. No hay un plan maestro; todo parece una serie de reacciones improvisadas.
Así, el Gobierno camina a la deriva, sin un capitán que realmente entienda cómo navegar en las turbulentas aguas en las que se encuentra el país. A ello se suma una falta de sentido de la realidad, tan palpable que uno podría pensar que está prohibida en su Gabinete o entre sus altos funcionarios.
¿Recuerdan cuando no hace mucho el ministro de Desarrollo e Inclusión Social, Julio Demartini, la comparó con nada menos que la heroína Micaela Bastidas o la defensa de la contratación del amigo del hermano de la jefa del Estado en el Midis para realizar sesiones de gimnasia laboral?
Los peruanos hemos apreciado siempre las buenas intenciones, incluso en tiempos difíciles. Eso nos ayuda a sobrellevar las adversidades. Mas en Boluarte y su gobierno el concepto mismo de acercarse a la población y sus necesidades reales parece ser un idioma foráneo.
En una tierra donde valoramos la lucha contra la adversidad, Boluarte prioriza la pompa, el protocolo, el confite, el aplauso, los viajes internacionales, la sumisión absoluta ante un Congreso dedicado a la venganza, el revanchismo y la priorización de normas en causa propia.
En un país donde admiramos a los luchadores y a los desvalidos, Boluarte proyecta una figura distante, desconectada. En un país con tantas desigualdades, se aguardaría que la primera mujer en llegar a la presidencia tuviese una mano tendida, no un puño cerrado.
Por último, aunque no menos importante, está la indolencia, quizás el mayor pecado en un líder. Boluarte ha mostrado una devastadora indiferencia ante muertes que ha ocasionado el uso desproporcionado de la fuerza durante las protestas en contra de su gobierno que, según investigaciones periodísticas y organismos de derechos humanos, segó con impactos de proyectiles, incluso, la vida de peatones que no formaban parte siquiera de las manifestaciones.
A medida que el año ha transcurrido, el misterio que una vez envolvía al gobierno de Boluarte se ha desvanecido, revelando una pregunta inquietante: ¿cómo alguien con evidentes limitaciones logró escalar hasta lo más alto del poder? Quizá la respuesta se encuentre en la preocupante dirección que la política peruana ha tomado en tiempos recientes. Sea como fuere, el pueblo peruano merecía líderes a la altura de sus intrincados desafíos, personalidades que encarnaran la esencia de nuestra identidad nacional, no simples sombras de lo que nunca debieron ser.