Carmen McEvoy

“Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo” es una frase de George Santayana (1863-1952), quien se valió de un puñado de aforismos para comunicar valiosos mensajes. La filosofía de este académico partía de la premisa de que ante una naturaleza en permanente estado de mutación como la humana, el arma contra la contingencia era la memoria.

En ese contexto, resulta una paradoja que, en el homenaje al almirante Grau −muerto en el Combate de Angamos por la negligencia de un Estado corrupto e indiferente−, la presidenta decidiera asociarse tramposamente a una legitimidad y a una épica eterna, acuñando además un “aforismo” de su propia cosecha. Porque lo más sorprendente de su audaz irrupción en un capítulo de una historia heroica −que nos redime de la farsa presente− es la frase “”. Pronunciada, ni más ni menos, por quien avala, con su silencio, el traslado de nuestra memoria nacional a un galpón, indigno de cobijar siglos de historia. En el laberinto existencial y conceptual por el que deambula este “gobierno de la falsía”, que no nos sorprenda que una lobotomía masiva confirme, en el año del bicentenario de la independencia, el brutal quiebre con la realidad del que Santayana nos advirtió.

“Tenemos que luchar contra un nuevo mal”, señala la presidenta Boluarte refiriéndose a los ‘fake news’ y a los ataques contra su persona, sin saber que la guerra de las imágenes (“character assassination”) está en el corazón de la experiencia republicana, en la que la distribución de noticias falsas fue la estrategia utilizada por el general San Martín para obligar a la salida del virrey La Serna del gobierno. El golpe de Estado contra el primer Congreso Constituyente en la ciudad de los rumores y la perpetua niebla física y virtual, como lo fue siempre Lima, determinó que un lúcido Mariano José de Arce señalara que la república peruana era un simulacro. Cabe recordar que este concepto, que remite a la ficción, imitación y falsificación, fue desarrollado en un libro de Jean Braudillard en el que esbozó tempranamente la idea de una cultura de la simulación, cuya práctica negaba lo que predicaba.

La mentira nos ha acompañado a lo largo de nuestra desventurada historia, así como la presencia de múltiples tramas luchando −a muerte− por heredar el Estado y sus prebendas. Ese fue el perverso procedimiento para capturar a una república, hoy en una aparente fase terminal. Y es en medio de su derrumbe estrepitoso −que tiene como telón de fondo la negación de la realidad y sus prioridades− que un holograma presidencial denuncia el daño contra su imagen. ¿Cuánto dolor más nos hace falta para que la primera magistrada de la nación tome conciencia de la tragedia cotidiana que sufren miles de peruanos de bien, sacrificados al robo, a la violencia, a la farsa y a la incompetencia permanente de los que viven al servicio de un “Matrix a la peruana”?

Frente a “Matrix”, una película profética sobre un mundo distópico parecido al actual, en el que la realidad −la Matrix− es una construcción digital similar a un videojuego −que atrapa a seres humanos cuya energía nutre a un sistema injusto−, lo que queda es sintonizar con nuestra humanidad que, junto a la memoria, constituyen un legado milenario. Y aunque la perspectiva histórica no es nuestro fuerte en el Perú, la defensa de la vida −en sus niveles más atávicos y profundos− sí lo es en una civilización que regaló su nutritiva papa al mundo. Y de este legado vitalista dieron cuenta las señoras de la red de ollas comunes de Lima, quienes se pronunciaron en plena movilización por la seguridad ciudadana y dijeron: “Hemos puesto nuestras banderas blancas, para exigir que el Gobierno haga algo frente a los delincuentes, extorsionadores y sicarios que atentan contra ollas comunes, comedores populares y comunidades enteras”.

Mientras leía ese mensaje conmovedor, recordé un gran texto para estos tiempos insensibles y a la vez preñados de posibilidades, si sabemos ver, escuchar y trabajar juntos. “La resistencia íntima −afirmó Josep María Esquirol− se parece a la electricidad en que da luz y calor a los que están cerca”. No es una ley que revela los grandes e ignotos valores en el cielo, sino “una luz de camino” que nos protege de los peligros, haciendo asequibles las cosas cercanas para confortarnos mutuamente, en “la dura noche” que, desgraciadamente, tenemos por delante.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carmen McEvoy es historiadora

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