El despido del director del FBI, James Comey, podría ser descrito por los seguidores del presidente Donald Trump como una decisión absolutamente válida. Total es prerrogativa del mandatario tomar una decisión de esta naturaleza cuando existen dudas sobre el manejo de la organización de seguridad nacional.
Hasta aquí, las voces de lo absurdo.
Y es que en el marco de quienes defienden y creen en el equilibrio e independencia de poderes, lo hecho por Trump es una decisión poco inteligente para mantener un control supremo del gobierno y enterrar a sus adversarios.
Como sabemos, el FBI estaba investigando el peso y alcance de la intromisión de Rusia en la victoria de Trump. Sus avances no solo parecían incomodar cada vez más al mandatario sino que estaban, al mismo tiempo, generando dudas sobre la integridad de Trump al más alto nivel.
Comey, ciertamente, ha sido blanco de críticas debido a comentarios y declaraciones que compartió, de manera precipitada, con la prensa local en relación con las pesquisas del FBI. Mencionemos los correos electrónicos de Hillary Clinton o el caso de su asistente Huma Abedin.
El punto aparte sobre esta polémica en torno a las decisiones y el pulso autoritario que le impone Trump a su gobierno es perturbador, ruidoso y hasta escalofriante.
Los motivos para alarmarse sobran, ya que hablamos de un mandatario que hace lo que le viene en gana e intenta jugar con las piezas de una democracia que, nos guste o no, ejerce influencia en el destino de otros países.
Las directivas de Trump y el velo que cubre la mayor parte de sus estrategias, sin embargo, no sorprenden. Su accionar brusco, precipitado y sin olfato político encaja perfectamente con el estilo del magnate de bienes raíces.
La indiscreción parece ser otro condimento que utiliza para aderezar su política interna. Recordemos las declaraciones que hizo contra el ex presidente Barack Obama, acusándolo de escuchar ilegalmente sus conversaciones en la Torre Trump, de Nueva York. Obviamente sin indicios o pruebas que lo sustenten.
El más reciente episodio: revelar información secreta y confidencial, según el “Washington Post”, al ministro ruso de Exteriores, Serguei Lavrov, y al embajador de ese país en Washington, Serguei Kislyak, en un encuentro privado en la Casa Blanca.
Trump se desmarcó nuevamente de cualquier guion y alborotó, como suele ocurrir, a medio mundo.
¿Por qué lo hizo? Su objetivo, quizá, no sea otro que dejar claro que no está para seguir directivas de nadie. O que prefiere rodearse de personas que no lo cuestionen, que lo animen a gobernar sin escrúpulos y que sigan sus órdenes como marionetas de turno.
Su deseo de querer mantener en el puesto a Michael Flynn como asesor de seguridad nacional fue un primer llamado de alerta. Otro renglón del cual se desmarcó ocurrió cuando las pesquisas del FBI empezaron a tocar las fibras de su círculo más íntimo, es decir, a su yerno y asesor, Jared Kushner.
Como si no fuese suficiente dosis de cuestionamientos sobre su administración está la figura del fiscal general Jeff Sessions, quien habría ocultado sus contactos con Rusia. Sessions, hombre con fama de mal temperamento y escuchar lo que le conviene, se ha defendido frente a sus adversarios con el argumento de que esas voces, maliciosas, oportunistas, son intentos ridículos para dinamitar a la nueva administración.
Pero en los partidos Demócrata y Republicano el despido de Comey, y las filtraciones con los rusos, no han cuajado bien. A fin de cuentas el FBI estaba siguiendo una investigación compleja y seria con media docena de agencias. De la posibilidad que Trump revelase secretos a Rusia, ni se diga.
Si el presidente creyó que provocaría solo una racha temporal de críticas o insultos, se equivocó. La sombra de un juicio político no está lejos de ser realidad.