La semana pasada, , el primer ministro británico, tuvo que renunciar al liderazgo de su partido y, consiguientemente, a su cargo.

Jonhson fue en su momento uno de los más vocales activistas para la salida del de la Unión Europea, el llamado ‘brexit’. Una pésima decisión que da cuenta de cómo hasta en las más avanzadas democracias del mundo los electores pueden cometer errores garrafales.

Boris Johnson, un excéntrico personaje que fue por ocho años alcalde de Londres, fue elegido hace casi tres por una amplia mayoría para que gobierne el país europeo. Pero, desde hace unos meses, su permanencia en el cargo era incierta, como consecuencia de una sucesión de escándalos políticos. Entre ellos, el haber organizado reuniones sociales prohibidas en el número 10 de Downing Street durante la etapa más dura de la pandemia. La investigación de la policía determinó que el fue cierto y fue multado por ello, en un hecho que perjudicó severamente su imagen.

Se trataba, pues, de “un líder con una laxa relación con la verdad”, como bien lo describió el diario “El País” de España hace unos días.

El martes pasado, tres de sus ministros le hicieron saber que habían perdido la confianza en su liderazgo, pidiéndole que renunciara. Inicialmente, Johnson se negó. Al día siguiente, se sumaron las renuncias de otros 30 altos funcionarios de su gobierno y ya no le quedó otra alternativa.

No lo sacó la oposición laborista, que bien lo habría deseado, pero que no tiene los votos para hacerlo. No lo presionaron las calles, sino su propia gente, sus propios ministros. Y lo hicieron porque ya no confiaban en él.

Un aprendizaje interesante de lo sucedido con Boris Johnson es que la confianza tiene que ser de doble vía. La del presidente hacia sus ministros y la de sus ministros hacia el presidente.

En el otro extremo del mundo, en un país asolado por su propia clase política, , que compite por ser nuestro peor gobernante, se aferra al cargo. Lo consigue porque un grupo de congresistas lo protege con sus votos de una vacancia, nunca tan merecida como ahora. Y está siendo favorecido, también, por la pasividad de una población que, en su gran mayoría, lo detesta, pero que no se compromete activamente con su salida.

Y hay que añadir en la lista de factores que permiten su permanencia en un cargo que deshonra la indignidad con la que actúan los ministros que lo acompañan y la de los casi 40 que ya fueron “renunciados”.

No cabe aquí, como lo vienen haciendo varios, la posibilidad de jugar a que se puede ser independiente de los criterios y acciones del Gobierno al que se pertenece y del presidente que los ha nombrado. Un ministro es parte de un Gobierno, no es un gestor autónomo de una franja de este y, por lo tanto, asume responsabilidad por el conjunto.

¿Hay en el Perú razones para que los ministros pierdan la confianza en el liderazgo de Pedro Castillo para gobernar el país con un mínimo de competencia? Bueno, la palabra liderazgo no aplica, pero lo de tener confianza sí es importante para un ministro que se respete y, por ende, merezca el respeto de los ciudadanos.

¿Se puede confiar en Pedro Castillo para la lucha anticorrupción cuando él y muchos en su entorno están investigados por casos muy graves? ¿En alguien que promueve una ‘ley mordaza’ para que dejen de conocerse los avances en las investigaciones en su contra?

¿Puede dirigir adecuadamente la política exterior quien ofrece un referéndum para debatir una salida al mar para Bolivia a través de nuestro territorio, que cree que Tarapacá es una provincia de Tacna, que en el mundo hay más de 1.500 países y que la guerra que asola Europa es entre Rusia y Croacia?

¿Se puede asumir que la seguridad de los peruanos puede mejorar si el presidente anunció que las rondas campesinas, de las que es orgulloso miembro, serían replicadas a nivel nacional y dotadas por el Gobierno con presupuesto? Por cierto, las mismas están hoy en el ojo de la tormenta por secuestrar a periodistas y a mujeres acusándolas de ser hechiceras.

¿Es posible que crean que la educación de las mayorías está en buenas manos, cuando el presidente como líder sindical del ala más radical del magisterio está obsesionado con derrotar al sindicato rival y tomar control de la Derrama Magisterial? Además, estamos hablando de un profesor que predica a los alumnos con el ejemplo de haber plagiado su tesis de maestría y que no se inmutó al saber que su ministro de Educación había hecho lo propio con la de su doctorado.

¿Puede el ministro de Economía asumir que el presidente dará confianza a los actores económicos cuando, por sus innumerables desaciertos, así como por sus tiras y aflojas sobre una asamblea constituyente, la inversión privada –que representa el 80% del total– va a decrecer este año?

El factor indignidad que lleva a los ministros a tolerar (y hasta defender) todo lo anterior será en su momento juzgado por la historia y, en algunos casos, por la justicia.

Carlos Basombrío Iglesias es analista político y experto en temas de seguridad