Entre enero del 2009 y junio último, se reportaron 1.129 asesinatos de odio. Casi el 60% de casos ocurrió en los domicilios. (Ilustración: Víctor Aguilar Arrúa)
Entre enero del 2009 y junio último, se reportaron 1.129 asesinatos de odio. Casi el 60% de casos ocurrió en los domicilios. (Ilustración: Víctor Aguilar Arrúa)
Federico Salazar

Matar a una mujer es monstruoso, pero no es peor que matar a un hombre. ¿O sí?

El Congreso de la República ha considerado que matar a una mujer es una ofensa mayor a aquella que consiste en matar a otro ser humano. Lo ha establecido, al menos, cuando el asesinato se comete por la condición de mujer de la víctima.

Lo terrible de matar a una mujer es arrancarle la vida a un ser humano. Los seres humanos deben ser respetados por igual, al margen de su condición. ¿O no?

El que mata a una mujer “por su condición de tal” será reprimido con una pena privativa de libertad no menor de veinte años”. Así lo establece la Ley 30819, que rige desde julio pasado.

La norma modifica el artículo 108-B del Código Penal, que castiga el feminicidio. El 108 se refiere al homicidio calificado, el asesinato.

El asesinato merece en nuestro código una pena no menor de 15 años. Se establece para el que mata a otro por ferocidad, codicia, lucro o placer; para facilitar otro delito; si lo hace con gran crueldad o alevosía; si lo comete con fuego, por explosión u otro medio que ponga en riesgo a otros.

Veinte años por matar a una mujer “por su condición de tal” es muy poco, realmente. Quince años por matar a un ser humano “por su condición de tal” es, claramente, inequitativo.

Tenían que subirse las penas. Tenían que subirse, sin embargo, considerando, en primer lugar, el daño a lo que hay de común en una mujer o en un hombre: el ser humano.

La inequidad de nuestro código se hace evidente cuando debemos enfrentar a una persona que mata a una mujer, pero no en su condición de tal.

Un sujeto que asesinara a una mujer porque esta simplemente lo empujó no podría ser juzgado por feminicidio. Podría recibir una pena de apenas 15 años. Lo mismo sucedería si la víctima de ese desprecio por la vida fuera un hombre, o incluso un niño.

Matar a un ser humano debe tener una pena severa, muy alta. Y la debe tener por tratarse del arrebatamiento de la vida.

La nueva pena por feminicidio pretende sancionar con mayor severidad un delito que se comete cada vez con mayor frecuencia. Esta buena intención, sin embargo, colisiona con la necesidad de proteger de manera igual los iguales derechos de los ciudadanos. No somos más o menos por tener una condición determinada.

Si aceptamos ese principio de diferenciación, mañana tendremos que incluir castigos distintos para los que atentan contra miembros de las distintas comunidades de preferencia sexual. Tendríamos que tener una pena especial para el que mata, por ejemplo, a un homosexual “por su condición de tal” o al que asesina a un transexual “por su condición de tal”.

La diferenciación es una degeneración del derecho producida por la política. Los congresistas quieren ser populares y ponen sanciones más altas para delitos sobre los que sus electores reclaman.

Los derechos, y la ley que los cautela, deben estar por encima de la circunstancia y la política. Deben ser abstractos: es decir, deben abstraerse de la condición específica.

La Constitución empieza diciendo que la defensa de la persona humana es el fin supremo de la sociedad y del Estado. La redundancia tiene el sentido del énfasis, y no debe quebrarse ese sentido.

La ley debe proteger a todos y vindicar a todos en tanto seres humanos, no en tanto partícipes de una condición o circunstancia determinada.

Las sanciones penales reflejan el valor que damos a los bienes tutelados. Las penas son una extensión de la protección de nuestros derechos. Una vez producida una infracción contra nuestros derechos, queda la justicia. Es la última línea de la defensa que nos da la civilización.

La Ley 30819 consagra la inequidad de las penas. Rompe, con ello, varios principios constitucionales. La Constitución reconoce el derecho fundamental a la vida (art. 2.1), al margen de cualquier condición, porque tenemos derecho a la igualdad ante la ley (art. 2.2).

La vida humana merece ser protegida en cuanto tal.