(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Roberto Abusada Salah

Con un discurso inaugural sencillo, conciliador y con objetivos simples y sensatos, el presidente ha devuelto la esperanza al país luego de un período de zozobra, enfrentamientos y acrimonia. Pero una vez sentado en el sillón presidencial, Vizcarra ha dado señales de frustración e incredulidad al comprobar lo difícil que es conducir a la nación sin un aparato administrativo-burocrático que posea un mínimo de estructura, coherencia y eficiencia. Se habrá sorprendido, por ejemplo, de que la reconstrucción del norte marche a un ritmo inaceptablemente lento, que la pobreza haya dejado de disminuir, que el empleo adecuado haya caído junto con los salarios reales, que la informalidad haya aumentado, o que en medio de una situación internacional favorable, su ministro de Economía haya tenido que rebajar su ya magro estimado de crecimiento.

El tiempo que resta de su gobierno es insuficiente para reconstruir todo el aparato estatal y que este recupere su efectividad. Lo único que puede hacer el presidente Vizcarra es concentrarse en lograr disminuir el número de obstáculos que el Estado hoy pone a la generación de riqueza. Esto que parecería un objetivo relativamente modesto requiere de un alto nivel de liderazgo, habilidad política y claridad en los instrumentos a utilizar.

El presidente tiene que comprender que lo que el país necesita con más urgencia es una mayor inversión para generar más empleo, más ingresos y reducir la pobreza. Tiene que poner todos sus esfuerzos en promover la confianza que sustenta esa inversión y, al mismo tiempo, evitar cualquier acción o postura que reste confianza. Si no se cuida la confianza, la inversión privada simplemente no se recuperará. Declarar, por ejemplo, que “el crecimiento económico no depende de la flexibilización laboral”, cuando el país tiene una situación laboral absurdamente rígida, no ayuda a generar confianza.

Cuando su primer ministro, que sabemos trabaja para hacer posible el inicio de la construcción de megaproyectos mineros, declara que “Tía María no empezará sin licencia social”, está involuntariamente ayudando al movimiento antiminero y socavando el nivel de confianza. Cuando capitula ante un minúsculo grupo de manifestantes en Moquegua que protestan por el aumento en el precio del agua, y se daña la autoridad del regulador independiente increpándole que “tiene que entender que no se puede aplicar la ley por aplicarla”, se daña la confianza. Al igual que cuando no se da una respuesta enérgica a transportistas que amenazan con paros porque no les parecen adecuados los aumentos en los peajes estipulados en los contratos de concesión de carreteras.

También cuando se escucha que el ministro de Trabajo declara incongruencias o expresa conceptos errados y divergentes de la realidad laboral del país, no se hace otra cosa que introducir incertidumbre y minar la confianza. Cuando no se reacciona políticamente ante el intento de la izquierda conservadora de dinamitar el éxito de la agroexportación generadora del pleno empleo en las regiones productoras, simplemente se deprime la confianza.

Correctamente, el Gobierno está tratando de impulsar la inversión pública. Pero el escaso peso de esta en el PBI torna este esfuerzo en insuficiente para impactar con fuerza en el crecimiento y el empleo. La inversión privada es la única que puede hacer caer la pobreza con rapidez vía la creación de empleo y el aumento de ingresos. Los programas sociales son importantes, y deben ser mantenidos y mejorados principalmente por razones éticas y de solidaridad, pero su importancia relativa en la disminución de la pobreza es menor.

Como ha señalado ayer , durante la década de alto crecimiento entre el 2004 y el 2013, la pobreza se redujo de 58,7% a 23,9%. El 95% de esta reducción se explica por el crecimiento anual promedio de 6,4% de aquellos años. Ese crecimiento, a su vez, se explica por el brillante desempeño de la inversión privada, la cual duplicó su peso en la economía al crecer en promedio 14% por año.

El Perú puede crecer a tasas superiores al 5% por año y disminuir con rapidez la pobreza, pero ello requiere la decisión política para remover los obstáculos que hoy lastran ese crecimiento. Esos obstáculos no están en la macroeconomía ni en la situación internacional. Están en la incapacidad política que nutre la inacción y en el enorme daño a la confianza que causa la solución facilista a los falsos problemas que el populismo fabrica cotidianamente.