¿Por qué las series históricas están teniendo tanto éxito? ¿Por qué tantas personas se dejan seducir por dichos contenidos al punto de crear vastas legiones de fanáticos que abandonan, incluso, sus principales actividades o las pasan a un segundo plano solo para ver un capítulo? ¿Qué hace que algunas personas se aíslen o se nieguen a leer determinados contenidos para evitar que les adelanten el desenlace o, como se dice ahora, les hagan un ‘spoiler’?
Puede haber múltiples explicaciones, pero intentaré bosquejar algunas, mencionando el caso de dos de ellas que concluyeron, precisamente, la semana pasada y que han acaparado una considerable audiencia y atención de la crítica: “Chernobyl”, a nivel mundial, y, en una escala menor, la serie peruana “El último bastión”.
No es la intención de esta columna exaltar la mencionada producción nacional, sobre todo en mi condición de directivo del Instituto Nacional de Radio y Televisión del Perú, señal que la emitía, ni tampoco rendir culto a la producción angloamericana, sino tomarlas como referencia para corroborar que el creciente interés por los contenidos históricos en televisión se da no solo en el plano internacional, sino también en el local.
Algo verificable es que ambas producciones están permitiendo que un mayor número de personas sepa hechos que desconocían, entiendan mejor las circunstancias que rodearon determinados eventos del pasado, le otorguen la importancia debida y estimulen su curiosidad para conocer más sobre los sucesos que los rodean.
Al igual que ellas, historias de ciudadanos de a pie, héroes, conquistadores, libertadores, reyes, villanos alcanzan la pantalla porque merecen ser contadas, permiten el placer del descubrimiento y estimulan que el televidente busque después más información sobre ellos.
Pese a que se tratan de una representación visual, las nociones de “yo lo vi” y, por lo tanto, “ocurrió así” se apropian de la percepción social a través de su consumo, derivando, inevitablemente, en un agente de la memoria colectiva al volverse un registro del pasado.
Las audiencias subyugadas olvidan o dejan de lado las advertencias de que las tramas de dichas series se encuentran mediatizadas por la inspiración del guionista, la adaptación de la producción o las licencias artísticas. Sea como sea, sus contenidos derivan en herramientas eficaces de difusión de los hechos históricos en la medida en que, al verlas, se validan las premisas de “me consta cómo sucedió” y apela a la necesidad, en muchos casos, de discernir “por qué sucedió” o “qué habría pasado si hubiera ocurrido de otro modo”.
Si también consiguen conjugar con eficacia dos expresiones, aparentemente opuestas –como divertido y serio–, un buen manejo del lenguaje audiovisual, excelentes actuaciones, extraordinarios textos, sobresaliente sonido y edición, el triunfo está asegurado porque se vuelven grandes reclutadoras de audiencia.
Pero no solo ello. Hay que construir un universo narrativo convincente que asegure que aquello que se ve es lo más cercano a la realidad, creando una estrecha relación entre el relato audiovisual y la historia –en su sentido más amplio–, una coherente interacción entre sus protagonistas y una buena dosis de drama y suspenso, situación que obliga, en no pocas ocasiones, al surgimiento de antagonistas inexistentes o personajes ficticios que modifican la verdad histórica.
Además de estas consideraciones de producción, estas series nos obligan a tomar posición, a cuestionarnos acerca de la forma en la que conocemos, opinamos y razonamos sobre el suceso histórico e influyen, decisivamente, en nuestra valoración. Así acabamos aceptando como verdadero todo o casi todo lo que se exhibe.
Un buen ejemplo de ello es lo ocurrido hace algunos años con la serie colombiana producida por la cadena Caracol, “Escobar, el patrón del mal”, que para muchos reflejó la situación real de violencia que vivió Colombia durante la época del jefe del cártel de Medellín, mientras que, para otros, solo era una simple exposición morbosa de hechos que no debían tener mayor difusión. Lo concreto es que esa producción tuvo un rotundo éxito de audiencia en Colombia y otros países de América.
Pese a posturas discordantes, lo cierto es que aceptamos como reales esos contenidos por la verosimilitud con que son producidos a partir de las formulaciones de determinados enunciados y argumentos coherentes bajo la perspectiva de que, como sostenía el psicólogo social francés Guy Durandin, “no siempre basta decir la verdad para ser creído, es preciso que lo que se dice parezca verosímil”.
Otro aspecto sustancial es la coherencia, independientemente de las imágenes, sonidos, efectos, símbolos y metáforas empleados para la producción, lo que obliga a la creación de una determinada estructura dramática que se convierte, a la larga, en una revelación y en una forma de conciencia histórica. De esta manera, las series nos muestran dramas personales o colectivos que pueden volverse nacionales o globales. En este punto, “Chernobyl” es notable, pues nos hace partícipes del drama y la tensión de lo que fue una de las peores catástrofes ocurridas en una planta nuclear. Por su parte, “El último bastión” recupera la gesta heroica de la independencia nacional a través de la mirada de los ciudadanos comunes.
Es cierto que estas definiciones distan, por completo, de la forma en la que los historiadores reconstruyen y conciben el pasado, pues la verosimilitud de un relato no significa necesariamente que sea verdadero y muchas personas tienden a adoptar como ciertos determinados acontecimientos que son apenas representaciones volcadas en imágenes.
Sin embargo, querámoslo o no, este tipo de producciones audiovisuales vienen contribuyendo de manera decisiva a forjar cómo las personas entienden y se posicionan frente a un determinado hecho histórico. Resta entonces a los historiadores la tarea de esclarecer qué es ficción y qué no lo es.