“La nueva independencia que tenemos que consolidar es la lucha contra la desigualdad […] para achicar la brecha […] entre los pocos que tienen mucho y los muchos que tienen poco”.
Así abrió Humala el desfile militar de Fiestas Patrias. Ha repetido ese error conceptual infinidad de veces: hay gente pobre porque hay gente rica. Si los ricos fueran menos ricos, los pobres serían menos pobres.
Pero no es así. La vida en sociedad no es un juego de suma cero. Si alguien gana no es necesariamente porque alguien pierde. Usualmente para ganar hay que hacer ganar a los otros. Los trabajadores hacen ganar a las empresas utilidades y las empresas hacen ganar sueldos a los trabajadores. Y utilidades y sueldos dependen de la productividad. Y la productividad crece en un juego ‘win-win’. Ambos lados ganan.
Todos somos desiguales: unos son más altos. Otros son más hábiles. Algunos son más inteligentes. Otros hablan mejor. Unos son más atractivos, otros más feos.
Estas diferencias afectan nuestras vidas de manera desigual. Son nuestras diferencias las que nos permiten dividir el trabajo. Unos crean inventos, otros los fabrican. Unos, más grandes, juegan básquet y otros, más pequeños, son jockeys en el hipódromo. Messi es muy desigual al resto de los jugadores de fútbol. Sin las diferencias el desarrollo y la civilización no hubieran sido posibles.
Nunca fuimos más iguales que en las cavernas. Todos tenían más o menos lo mismo (casi nada). El desarrollo humano se inicia cuando comenzamos a aprovechar, de manera colaborativa, nuestras desigualdades. El mejor cazador se dedica a cazar, el mejor recolector se dedica a recolectar. El que tiene liderazgo es nombrado jefe. El que tiene ideas se dedica a innovar.
Y las ventajas de algunos les permiten mejorar su posición. Pero al hacerlo mejoran a los demás. Los intercambios permiten que todos ganen, así unos ganen más que otros. Así comenzó nuestro desarrollo.
Como comenta Landsburg, a comienzos del siglo XX las tareas domésticas incluían acarrear siete toneladas de carbón y 34.000 litros de agua cada año. Hace cien años dedicábamos en promedio doce horas diarias a lavar ropa, cocinar, limpiar y planchar. Hoy ello toma solo tres horas. Buena parte de la humanidad ha sido liberada de esas actividades gracias a innovaciones como la electricidad, el uso doméstico del gas y los sistemas de tuberías. Con ello las personas han podido dedicar tiempo a estudiar y salir a trabajar en labores que son remuneradas. Y los que pusieron en el mercado esos inventos se hicieron más ricos haciendo más ricos a los demás.
¿Qué porcentaje de la riqueza que crearon Bill Gates o Steve Jobs terminó en sus bolsillos? Muy poco, pero suficiente para hacerse millonarios. Nosotros recibimos hoy riqueza que proviene del crecimiento de la productividad que sus inventos lograron.
Y como dicen Rosenberg y Birdzell, el crecimiento económico ofrece las retribuciones económicas más grandes a los innovadores que mejoran los estándares de vida no de los poco numerosos ricos, sino de los muy numerosos pobres. La innovación se centró en conseguir productos más baratos y accesibles. Las fábricas textiles producían telas de peor calidad, pero mucho más baratas. La gran fortuna en la industria automotriz fue la de Henry Ford y sus vehículos baratos y no la de Henry Royce y sus automóviles de lujo. Hoy el éxito en el mercado se mide por llegar a más y no por llegar a los más ricos.
Murray Rothbard pensaba en mentes como las de Humala cuando dijo que “el común entusiasmo por la igualdad es, en un sentido fundamental, antihumano. Tiende a reprimir el florecimiento de la personalidad individual, de la diversidad y de la civilización misma. Es la búsqueda de la uniformidad de los salvajes”.