La obesidad tiene consecuencias negativas, tanto para los individuos que la padecen como para la sociedad en su conjunto. Esto se debe a que es un determinante importante de la diabetes, incrementa significativamente el riesgo de padecer algunos tipos de cáncer, y las personas con cuadros severos de obesidad tienen un 30% más de probabilidades de morir prematuramente. La obesidad es causada por una amplia y compleja variedad de factores (Malik et al., 2006), pero hay evidencia de su vínculo con el consumo de bebidas azucaradas.
Esto no implica que la mejor solución sea incrementar los impuestos ni introducir nuevas regulaciones. Ese salto lógico es inaceptable. El Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), sin embargo, acaba de disponer un incremento escalonado del Impuesto Selectivo al Consumo (ISC) de bebidas y refrescos azucarados. Este mantiene en 17% el ISC para todos estos líquidos, pero lo incrementa a 25% para aquellos que tengan más de 6 g/100 ml de azúcar. El cálculo se basa, según el propio MEF, en el caso mexicano.
La medida ha sido aplaudida por la Organización Panamericana de la Salud y sus voceros sin reparar qué dice la evidencia disponible. ¿Pero qué sabemos hasta ahora de las medidas fiscales contra la obesidad? Hay al menos 19 países en los que se ha introducido alguna forma de impuesto o subsidio para luchar contra la obesidad. La buena noticia es que la evidencia existente indica que el incremento de impuestos a las bebidas azucaradas –y a las grasas saturadas en otras partes del mundo– reduce su consumo, al menos en los años más próximos a su implementación, tal como ocurrió en México, Dinamarca y Hungría.
La mala noticia es que no tenemos evidencia suficiente de que los bienes sustitutos sean una mejor alternativa ni de que no se hubiera tenido más éxito en atacar la obesidad invirtiendo en campañas educativas y saneamiento. De hecho, la peruana Patricia Ritter, en un estudio del 2015, encontró que un 10% de reducción en el precio de las gaseosas incrementó su consumo en 10% y la obesidad en 8,5%. Pero también redujo la prevalencia de diarrea en 22% en las familias sin acceso al agua en sus hogares.
Así, su estudio sugiere que los impuestos a las bebidas azucaradas podrían traer consecuencias negativas para países en desarrollo, mientras que invertir en programas de agua y saneamiento no solo reduciría los niveles de diarrea sino que prevendría la obesidad. Este impacto también ha sido advertido en México, donde la provisión municipal de agua no es necesariamente segura, y donde consumir bebidas azucaradas se considera una alternativa conveniente en términos de precio y además segura.
Según la consultora Euromonitor, frente al impuesto de 10% que se colocó en el 2014 en México, las ventas de gaseosas pasaron de 16.375 millones de litros en el 2013 a 15.915 millones de litros en el 2014, pero la cifra rebotó a 16.156 millones de litros en el 2016 y pareciera tener una tendencia al alza que podría considerarse como evidencia de la inelasticidad de la demanda y las preferencias de los consumidores. Las razones van desde gustos hasta precios, pasando por la compensación que los consumidores hacen con productos que les den la misma cantidad de energía siendo más baratos (Fletcher et al., 2010).
De otro lado, un estudio realizado en Estados Unidos (Schwartz et al., 2017) determinó que las campañas publicitarias en favor de la reducción del consumo de bebidas azucaradas (que fueron realizadas durante tres años en colegios, guarderías, establecimientos de salud y entidades estatales de Maryland) permitieron una reducción de casi 20% en la venta de gaseosas y de más de 15% en la venta de jugos de frutas en 15 supermercados evaluados, demostrando su eficacia para la reducción del consumo de bebidas azucaradas.
Lamentablemente, lo que el MEF demuestra con esta medida no es preocupación por la salud sino voracidad fiscal. Encima, una voracidad que podría perjudicar a los que tienen menos recursos.