(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Gonzalo Portocarrero

Ni en mis peores pesadillas se me ocurrió pensar que la corrupción podría tener la extensión y la profundidad vistas en los acontecimientos evidenciados por interceptaciones telefónicas en el Poder Judicial. No hay razón para pensar que en otras instituciones del Estado la situación sea diferente.

Llegamos así a la hipótesis de que detrás de las leyes y los reglamentos que prescriben los procedimientos oficiales existe otra normatividad, acaso más poderosa y definitiva, que casi todos conocemos y que legisla muchos de los comportamientos cotidianos de los ciudadanos frente al Estado. Esta normatividad tiene como principio que los intereses particulares tienen prevalencia sobre los generales. Entonces, la asociatividad mafiosa y los códigos en los que se basa tienden a primar sobre la ley en muchos de los campos de la sociedad civil regidos por acción estatal.

Uno de estos códigos señala la importancia de generar un simulacro de confianza entre las partes que actuarán contra la ley. Ahora bien, si hay un argumento razonable que pueda justificar una transgresión a la ley, o representar un atenuante decisivo, ese es la lealtad familiar. Tan es así que los parientes cercanos –como padres e hijos, esposas y esposos, hermanas y hermanos– no están obligados a declarar ante una autoridad judicial si la consecuencia es incriminar a sus seres queridos. Se supone que es natural que una madre proteja a sus hijos, o un hermano a sus otros hermanos. No es gratuito entonces que los miembros de una banda delincuencial se apelen entre sí usando los vocablos que se refieren, en su uso original, a una estrecha familiaridad. Y quien otorga la confianza es quien tiene la posición más alta en el sistema mafioso.

Acá presentamos y comentamos un ejemplo, muy reciente, de la interacción mafiosa entre un juez y un operador político:

Interlocutor: Aló, doctor.
César Hinostroza: Sí, hermanito, te escucho.
Interlocutor: Listo, estoy acá en Muruhuay.
César Hinostroza: ¿Qué tal, hermanito? ¿Cómo va la cosa?
Interlocutor: Me llamó la señora y quiere mañana a la 1 [p.m.] juntarse unos minutitos con Ud. en mi casa.
César Hinostroza: ¿Cuál señora, hermano? Así, en forma genérica, ¿señora qué?
Interlocutor: K, la que fue usted, fue a su casa y le dio, caramba, la de... caramba... la fuerza número 1.
César Hinostroza: La señora, no sé quién será, ¿a qué hora sería mañana?
Interlocutor: A la 1, es la caramba, cómo le digo... con la K.

Un operador político le pide al vocal Hinostroza acudir a una reunión convocada por “la señora K”. Su manera de dirigirse es respetuosa (“doctor”). Pero el vocal le responde afirmando –implícitamente– que el vínculo que los une es una cariñosa proximidad (“hermanito”). En realidad, se trata de una convención muy propia del carácter criollo tan dado a la complicidad y la transgresión. Pero que no implica ningún reconocimiento sincero y menos aun un compromiso realmente vinculante. Es una simulación que permite encubrir la transgresión facilitando el establecimiento de una red jerarquizada y mafiosa, de una complicidad que, si es descubierta, son los operadores los que pagan el pato.

Esta forma de gobernabilidad surge en el período colonial, especialmente en el mundo blanco-criollo-aristocrático. No obstante, poco a poco va extendiéndose a todo el Perú, especialmente en el siglo XX, cuando muchos en el llamado “desborde popular” la acogen, de manera que su influencia crece vertiginosamente en el mundo cotidiano. De la falta de una educación cívica convincente se deriva la ausencia de un compromiso con la colectividad. Y curiosamente la fuerza y vigencia de los sentimientos religiosos, evidenciados en procesiones y fiestas, tiene muy poca repercusión al punto de hacernos sospechar que esta emoción religiosa está más ligada a la obtención de ventajas personales (salud, bienestar, progreso) que a conseguir el logro de anhelos colectivos.

La indiferencia hacia la ley es el gran obstáculo para que se consolide una sociedad ordenada y viable en nuestro país. Y en lo único en que podemos poner nuestras esperanzas es en la maduración de la conciencia cívica que nos haga aprender que cuanto más ganan los mafiosos, más pierden los ciudadanos. Y que, por tanto, no hay otro camino a la paz y prosperidad que no sea la vigencia de la ley.