Lo conocí cuando creí que había muerto y desde entonces lo vi con frecuencia. Yo vivía en Austin, Texas, estudiando el doctorado en la universidad. Era un lugar idílico en cuyo campus uno se topaba con amigos en las calzadas bajo los árboles. Una tarde me encontré con un peruano que me dijo que se había enterado de la muerte de Julio Ramón Ribeyro. Como cualquier lector que adora a un autor como a un ser querido aunque no lo conozca, en ese momento sentí que algo en mí también se había muerto. Por entonces, a comienzos de la década del ochenta, no había Internet y las llamadas telefónicas no eran tan fáciles. De regreso en mi cuarto, me senté en la máquina, escribí un artículo frenético sobre su obra, y lo mandé a la revista “Debate” en Lima. La respuesta llegó pronto. No lo podían publicar por una buena razón. Nadie se había enterado de la muerte de Ribeyro. Fue entonces que llamé al amigo que me había dado la noticia. Se había equivocado. Quien había muerto en ese agosto de 1982 era otro peruano ilustre y respetado, José Jiménez Borja. Mi amigo se había hecho una confusión con los nombres.
Como ya tenía mi artículo escrito sobre Ribeyro, se me ocurrió que podía mandárselo a París. En una nota, le dije que se lo enviaba, pues no todos tienen ocasión de saber qué se dirá de uno después de muerto. La respuesta fue rápida y llena de humor. Ribeyro me agradecía y me decía que, según la sentencia de Mark Twain, las noticias de su muerte eran algo exageradas. Esperaba también que pasara mucho tiempo antes de que yo pudiera publicar ese artículo.
Pasaron más de doce años. Durante ese tiempo, lo vi con frecuencia en Lima. Junto a Fernando Ampuero, Fernando Carvallo, Antonio Cisneros y Guillermo Niño de Guzmán, entre otros, nos reuníamos en su departamento de Barranco o en el antiguo local Las Mesitas. Jugamos ajedrez algunas veces (él sabía jugar mucho mejor que yo, pero fiel a la amistad y a nuestro temperamento, casi siempre hacíamos tablas). Pude ver de cerca la discreción, el rigor y la honestidad de su compromiso con la literatura. Al final escribía textos cortos, que juntó en “Dichos de Luder”. En una ocasión, me dijo sentirse molesto pues tenía que hacer una presentación pública. Sin embargo, los lectores querían verlo. En una ocasión salió a la calle, en una presentación de la Municipalidad de Miraflores, para hablarle a la gente que se había quedado afuera.
Han pasado casi veinticinco años de su muerte. La semana pasada habría cumplido noventa. Pero aquí siguen estando sus personajes: el profesor suplente huyendo de su precaria gloria, Silvio tocando el violín como nunca cuando nadie lo escucha, los niños recogiendo desperdicios frente al acantilado para el abuelo. Su Lima de personajes de la clase media y baja, esforzados, precarios, desgraciados, con sueños privados, nos encuentran todos los días. Entre mis relatos preferidos, podría citar “Dirección equivocada”, en el que un cobrador de deudas decide perdonar a una mujer porque le había parecido “un poco bonita”. Uno de los relatos que más lectores jóvenes gana es “Alienación”, donde Roberto López quiere renunciar a su nombre para llamarse Bob.
Pero de todas sus obras me sigo quedando con las “Prosas apátridas”, lleno de observaciones minuciosas y precisas. En una de ellas dice que “lo que pierde a los hombres no es tanto sus grandes vicios sino sus pequeños defectos”. Allí, en la gente de la vida cotidiana, comprobamos que Julio Ramón está aquí, siempre de aniversario.