Las reformas liberales truncas de los noventa permitieron una relativa bonanza económica y una reducción notoria de la pobreza. Pero también parieron una ciudadanía de supervivencia. El ciudadano peruano se convenció de que no valía esperar nada del Estado y que debía resolver sus propios dramas. La combi, la olla común y el comedor popular fueron arrebatos colectivos para sobrevivir ante el desamparo.

Sin embargo, el riesgo de que la violencia destruya una sociedad es el más descomunal para cualquier orden político. Toda teoría política moderna, desde Locke hasta Rawls, se ha concebido desde la elemental lógica de que los ciudadanos ceden parte de su libertad para que el Estado garantice la seguridad.

Por eso, este espiral de ingobernabilidad que campea tras la arremetida del crimen organizado y las economías ilegales es quizás el mayor desafío al que se ha enfrentado el Perú desde el retorno a la democracia. Hemos combatido a muchos enemigos, pero ninguno con la capacidad de socavarla con tanta crueldad. Nuestras élites están preocupadas por las elecciones del 2026, resignadas a que somos un paciente enfermizo, pero no advierten que pueden entregarnos un país envuelto en mortajas. Algunos, más resilientes –o más escépticos–, recordarán que, si vencimos al terrorismo, venceremos también al crimen organizado, pero olvidan el camino traumático e infernal que tuvimos que padecer como país para derrotarlo y las profundas cicatrices que nos dejó.

La indolencia frente a la arremetida del crimen organizado y las economías ilegales tiene también un tufo segregacionista. Los ciudadanos que han muerto y que han parado en las últimas semanas en el Perú pertenecen a la base de la pirámide de nuestra sociedad. Son los ciudadanos supervivientes y marginales. No pararon buscando ninguna mejora en sus condiciones laborales; los transportistas y los comerciantes que decidieron parar lo han hecho porque no quieren que los maten por trabajar. Le exigen al Estado que cumpla su parte del contrato social, le imploran no morir por no pagar S/7. Pero hasta sus mensajes de desfallecimiento tienen un límite. Los ciudadanos amenazados de muerte pueden llegar a tomar decisiones desesperadas. Desde la ciudadanía de supervivencia puede nacer una autogestión colectiva que decida responder con mano propia a la violencia, y de ahí a la barbarie hay solo un paso.

La tragedia de un país donde matar a alguien cuesta tan barato es que se puede convertir en una tierra de mercenarios a precios rebajados, pero –al mismo tiempo– en un galpón de pistoleros carroñeros que te ofrecerán protegerte por una insignificancia, y ese espiral de insania no se frenará jamás. Ni siquiera pagarles a todos los extorsionadores del distrito te asegurará nada porque siempre podrán aparecer nuevos mercenarios a menores costos. Entonces, la vida será una bagatela y nada nos separará de la barbarie. El riesgo de esta ingobernabilidad presente es la barbarie misma.






*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Gonzalo Banda es Analista político

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