Hay televisión que enaltece y televisión que embrutece. Hay televisión que enseña, que nos hace pensar, que nos lleva a lugares que nunca visitaremos o que nos confronta con los grandes dilemas de la vida. También hay televisión que deliberadamente degrada, engaña y confunde. Y por supuesto que hay una televisión que nos distrae y entretiene. Con frecuencia, la televisión que busca educarnos es insoportablemente aburrida; mientras que la que nos intenta manipular, nos polariza y desinforma. En cambio, la que simplemente nos entretiene es políticamente irrelevante. O al menos eso creíamos.
Resulta que una reciente investigación ha descubierto que la televisión anodina, superficial y popular tiene consecuencias nefastas. Este tipo de televisión –la televisión chatarra– también tiene malos efectos sobre la política, por más que en sus programas nunca se hable de política. Esta conclusión nos llega de una fuente inesperada: “The American Economic Review” (La Revista Americana de Economía), quizás la publicación sobre temas económicos más respetada del mundo. En una reciente edición, incluyó un artículo de los profesores Rubén Durante, Paolo Pinotti y Andrea Tesei intitulado “El legado político de la televisión de entretenimiento”.
Los autores aprovecharon los datos generados a comienzos de los años 1980 por la entrada en diferentes regiones de Italia de Mediaset, la cadena privada de televisión de Silvio Berlusconi, para evaluar el impacto político de la televisión comercial.
Combinaron así los datos de la penetración de la señal de las estaciones de Berlusconi en las distintas regiones con información sobre la audiencia y su exacta distribución geográfica. También obtuvieron encuestas de opinión, resultados de pruebas psicológicas, información sobre la naturaleza de los programas y otros múltiples datos. Los investigadores aplicaron a estas bases de datos sofisticados modelos estadísticos que les permitieron identificar las características de quienes crecieron viendo los programas de Mediaset y quienes no tuvieron acceso a esos contenidos. Los resultados son insólitos.
Los datos muestran que quienes crecieron viendo los contenidos de Mediaset terminaron siendo adultos menos cognitivamente sofisticados y con menor conciencia cívica que sus pares que no tuvieron acceso a estos programas. En otro ejemplo, las pruebas psicológicas administradas a un contingente de jóvenes militares revelaron que aquellos que provenían de regiones donde se podía sintonizar la estación de Berlusconi tenían un desempeño entre 8% y 25% más bajo que el de sus colegas que no vieron esa televisión en sus años formativos. Lo mismo encontraron con respecto al desempeño en matemáticas y lectura. Los niños y adolescentes que fueron televidentes de Mediaset tuvieron, como adultos, resultados significativamente inferiores a quienes no tuvieron acceso a esos canales.
Es bien sabido que la televisión influye sobre nuestras conductas y opiniones. En esa afirmación no hay nada nuevo ni sorprendente. Igualmente, el uso de campañas de propaganda política para influir sobre las masas es tanto antiguo como universal. Que los poderosos –o quienes quieren serlo– utilicen la televisión para lograr sus objetivos tampoco es una revelación novedosa. Es, por lo tanto, tentador desdeñar este estudio notando que exactamente esto es lo que buscaba –y que logró con creces– Silvio Berlusconi al tener un canal de televisión al servicio de sus ambiciones políticas.
Pero no es así. Al menos no al comienzo de la entrada de las empresas de Berlusconi al mercado televisivo italiano. Desde su fundación en 1954, la televisión italiana había sido dominada por un monopolio del Estado: la RAI, canal que tuvo una clara misión educativa y cultural. A finales de los años 70, este monopolio se fue agrietando con la entrada de emisoras privadas que servían a mercados regionales. Quien más agresivamente fue adquiriendo y consolidando en una sola cadena estas empresas regionales fue Berlusconi. En esa temprana etapa, ni este empresario pensaba entrar a la política –entonces férreamente controlada por unos pocos partidos y sus todopoderosos lideres– ni sus emisoras locales transmitían contenidos políticos o ideológicos. La suya era una estrategia puramente comercial y eso se reflejaba en su programación: variedades, deportes, películas y juegos. Fue solo cuando en los años 90 la crisis de corrupción conocida como Maní-Pulite demolió el sistema político italiano que a Berlusconi se le abrieron las puertas de la política. El sistema cambió, los partidos tradicionales colapsaron y nuevos protagonistas de la política pudieron entrar a competir por los votos de los italianos que querían caras nuevas. De nuevo, nadie aprovechó mejor esta oportunidad que Silvio Berlusconi, quien rápida y eficazmente puso sus empresas de televisión al servicio de sus ambiciones políticas. Para 1990, la mitad de los italianos ya tenía acceso a Mediaset. Y en 1994, Berlusconi fue elegido primer ministro de Italia.
El impacto político de todo esto también fue analizado por los autores del estudio sobre la televisión chatarra. Quienes vieron Mediaset cuando niños y adolescentes, ahora, como adultos, muestran una mayor propensión que sus pares a apoyar a políticos e ideas populistas.