Acabo de leer un interesante artículo de Adam Gopnik en la prestigiosa revista “The New Yorker”, en el que se comenta el importante descenso de la violencia delictiva en Nueva York y, en general, en Estados Unidos en las últimas décadas.
Se dan allí ejemplos concretos de cómo, en Nueva York, ha disminuido sensiblemente la segregación entre barrios seguros e inseguros, favoreciendo significativamente el desarrollo y florecimiento de estos últimos. Otro dato muy interesante, la disminución de los homicidios. En Nueva York había un promedio de 2.000 homicidios cada año y, ya para el 2014, habían bajado a 328. Pone ejemplos, también, de otras ciudades y nos ofrece otro dato interesante, a saber, que partir del 2016 la población penal en Estados Unidos ha empezado a descender. (Nada de eso oculta, por cierto, que es el país del mundo con más personas en las cárceles por habitante y con un sobredimensionado peso de la población afroamericana en ellas).
No es que en Estados Unidos esté desapareciendo la violencia. Los lobos solitarios que asesinan a jóvenes estudiantes son una demostración de que ello dista mucho de estar ocurriendo. Me estoy refiriendo, específicamente, al tema de la violencia vinculada al crimen.
El fenómeno de la reducción de la violencia criminal es también interesante en Europa occidental en donde, por ejemplo, algunas prisiones están siendo cerradas porque hay una reducción significativa de los delitos que merecen ese tipo de sanción.
Todo lo anterior es la envidia de quienes hacemos reflexiones sobre temas de seguridad en América Latina. En nuestro subcontinente las tasas de homicidios son las más altas del mundo y el crimen violento domina áreas enteras, incluso en las ciudades más emblemáticas (Río de Janeiro, el ejemplo extremo). Si bien hay historias de éxito en algunas ciudades de algunos países, estas son difíciles de sostener (Medellín, por ejemplo, sufrió un bajón importante hace muy poco). En casi todos los países de nuestro subcontinente la inseguridad es el problema principal.
¿Qué lecciones podemos sacar de destinos tan diferentes entre nuestro mundo y el de los países del norte de Occidente? El más obvio, sin duda, es que los recursos ayudan a enfrentar el problema. Pero no nos engañemos, estas mismas sociedades son opulentas desde hace muchas décadas, si es que no siglos, sin poderse desprender por ello de las peores manifestaciones del crimen violento.
Lo que se ha hecho en esos países es muy variado y a veces con orientaciones contradictorias, pero creo que hay algunos factores comunes que unen los éxitos obtenidos. El primero, la conciencia a nivel político de que el crimen violento es incompatible con una sociedad democrática y que se convierte un factor de desigualdad y segregación. El segundo, que las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley tienen que reformarse para funcionar verdaderamente al servicio de la sociedad y no ser cómplices del problema.
El tercero, una alta dosis de activismo “social”; es decir comprender que el delito tiene también que ser enfrentado desde sus raíces socioeconómicas, raciales, culturales, etc. (y que, sin intervenir en esos aspectos, las políticas no se sostienen). El cuarto, y la cereza de la torta, que no ha habido éxito que se haya producido sin gran voluntad política y continuidad en el tiempo de las estrategias.
En América Latina enfrentar al crimen es un hueso mucho más duro de roer, ya que estamos marcados por la pobreza y la desigualdad, la crónica debilidad institucional, la informalidad económica, la urbanización caótica y tantos otros factores que favorecen el crimen violento.
El Perú no es un país que esté entre los más complicados de la región, pero tenemos con ellos factores comunes para que, al menor descuido, nos deslicemos por el mismo desfiladero que ha llevado a México, Venezuela y otros a sufrir una violencia criminal exponencialmente mayor a la nuestra.
Ojalá el gobierno de Martín Vizcarra persevere en algunos avances que se han conseguido en los últimos años; que, hay que ser honestos, no han logrado mejorar la situación significativamente, pero sí contener el deterioro de manera importante. Sin embargo, no he visto nada en el discurso de investidura del presidente del Consejo de Ministros que se parezca a una política de seguridad ciudadana. Veo con preocupación que se han abandonado o languidecen casi todas las iniciativas de reforma institucional o de nuevas formas de enfrentar el delito, que se iniciaron los años previos. Están en su derecho, si consideran que estas no sirvieron, de plantear otras y nosotros de discutirlas. El problema, sin embargo, al leer las pocas frases, casi rituales, que al respecto del tema hubo en el discurso de Villanueva es que no hay nada concreto que discutir.