No sé si a ustedes les pasa. A mí, cada vez con más frecuencia. Desde que empecé a salir a la calle una vez por semana en busca de alimentos, conforme manda la cuarentena, y luego a trotar en las mañanas cuando se permitió hacer deporte, empecé a notar que la mascarilla me genera una extraña sensación de conexión (o de falta de ella) con las personas con las que me cruzo.
“¡Oh ciudad milagrosa de raro hechizo y de lisura fina, que esconde con reboso de neblina
José Gálvez
PARA SUSCRIPTORES: Educar para dar bienestar, por Martín Benavides
Siempre me he preciado de mi memoria facial, tal vez el último recurso que me queda para hurgar en los recuerdos, pues las otras, la inmediata y la remota, se me han ido diluyendo con los años. Cuando registro un rostro, y luego lo vuelvo a ver, aunque sea tiempo después, sé que antes conecté (positiva o negativamente) con esa persona, aunque no recuerde dónde, ni pueda pronunciar su nombre porque simplemente no me acuerdo.
Será por eso que siempre le he asignado un valor preponderante a la cara, cuando de apreciar el carácter o la belleza física de una persona se trata. No discuto otras preferencias, pero mis juicios valorativos y estéticos siempre han empezado por el rostro.
El problema de estos tiempos es que la mascarilla oculta la mitad de la cara y, si quien la usa, además porta una gorra, solo quedan un par de ojos atisbando por una especie de mirilla, similar a la que se imponen algunas radicales mujeres musulmanas. Ni qué decir de los que se ponen lentes oscuros. En ellos desaparece todo rastro de humanidad.
Nunca antes me había percatado cuánto contribuyen la boca, la nariz y los gestos de los músculos que las rodean a la conformación de una identidad. Si ocultamos esa mitad de la cara bajo un pedazo de tela, resulta imposible tener una idea de a quién tenemos al frente. La cosa se complica más porque muchos han decidido expresar algunos rasgos de su carácter en el tipo de mascarilla que usan.
Así, podemos adivinar que cuando un civil se pone una mascarilla con tela de comando está expresando un rasgo vertical y autoritario. Los nacionalistas las confeccionan con adornos vernaculares y los alienados con banderas de otros países. Mientras que los frívolos las buscan con marcas de moda. Las sonrisas enormes estampadas en el barbijo seguro contienen a un gracioso, y los románticos las prefieren con corazones rojos o versos impresos que, para ser leídos, hay que atentar contra la distancia social. Ayer me crucé con uno que llevaba una mascarilla con colmillos enormes, intimidantes, que, sin duda, daban cuenta de su fiereza.
El tema da para un tratado psicológico, supongo.
Este tipo de “tapada” pandémica difiere de la sutil moda virreinal limeña de saya y manto, tan extendida en épocas de la Perricholi. Esta fue calificada como “el arte de decir y no decir, de mostrarse y no mostrarse”. Según Ricardo Palma, “para las tapadas, la mantilla y el rebocillo eran los encubridores del coqueteo”.
Cubrirse ahora es obligatorio y, por serlo, atenta más bien contra el contacto humano. Ni qué decir del galanteo. En las actuales circunstancias, resulta imposible el amor a primera vista, salvo que uno esté entrenado como perfilador y pueda, a través de una mirada sin rostro, descifrar el universo humano que tiene al frente. No es poco frecuente encontrarse en la situación en la que un par de ojos tratan de escudriñarlo a uno o uno intenta descifrar los de otros. Los cruces de miradas hoy son intensos y fugaces, sin rubores a la vista y, por eso mismo, poco productivos en el arte de conectar de persona a persona. Por supuesto, el miedo al contagio agrega su cuota a la deshumanización de las relaciones sociales de estos tiempos.
En materia de corrupción, el ocultamiento, el disfraz y la opacidad son terreno fértil. Sin embargo, hoy vemos a algunos de sus exponentes que han decidido no usar mascarillas: Donald Trump, Jair Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador y Daniel Ortega, entre otros. Respecto de estos cuatro, mi teoría es que más allá de la estupidez y la irresponsabilidad que los caracterizan, no se cubren porque no tienen nada que ocultar: todos sabemos de sus miserias autoritarias, sus satrapías y corruptelas, enfundadas en un populismo barato y una demagogia sin límites, de la que les gusta alardear. En sus casos, el problema no es la falta de identidad, sino la impunidad que los rodea.
Como ahora todos los ciudadanos debemos cubrirnos el rostro, se ha creado un estilo de bandolerismo inverso: los que nos roban, lo hacen a cara descubierta, sin empacho, delante de todo el mundo. Es el tipo de transparencia perniciosa que no queremos. Ya no se trata de “desenmascararlos”, sino de lograr que paguen política y penalmente por sus acciones.
En la nueva normalidad surgirán, qué duda cabe, otras formas de relacionarse a pesar de las barreras y limitaciones que impone el virus. En igual sentido, habrá que generar también nuevas formas de lucha contra los corruptos, sin máscaras... o con ellas. Felizmente, como dice la salsa: “Recuerda que existe el sol, aunque el cielo esté nublado, mascarada”.