Augusto Townsend Klinge

Es iluso pensar que uno puede excluir por completo el miedo y la incertidumbre de su vida. En cualquier momento puede ocurrir algo que nos descarrile, como una tragedia familiar o un fracaso laboral. Si sentimos miedo y nos preocupa la incertidumbre, es porque hay cosas que valoramos y queremos proteger, como nuestra propia vida o el bienestar de nuestros seres queridos.

Nadie puede vivir, sin embargo, en estado permanente de miedo o incertidumbre. Es imposible operar en esas condiciones sin perder la salud mental y física en el camino o sucumbir a la parálisis. Uno necesita sentir en alguna medida que está parado sobre suelo firme, que su vulnerabilidad no es absoluta.

De ahí que la humanidad haya creado en el tiempo sistemas complejos que buscan aminorar o gestionar el miedo y la incertidumbre. En las sociedades modernas, se asume que el Estado, que tiene el monopolio del uso legal de la fuerza, debe garantizar la vida y la integridad de las personas. Que lo normal y esperable es que cualquier individuo pueda salir de su casa, trabajar, estudiar o divertirse sin percibir como inminente el riesgo de morir por obra de algún delincuente.

De la misma manera, el que vivamos en democracia debería presuponer que, aunque cambien los gobiernos, los derechos de todos deberían estar garantizados. No porque toque un gobierno de tal o cual corte político debería uno sentir que su existencia misma está en peligro, que no hay cómo proyectarse al futuro porque cada quien está completamente a su suerte, sin ningún tipo de malla de protección que lo sostenga si ha de caer.

Recuerdo haber escuchado tiempo atrás en Lima al economista conductual Sendhil Mullainathan, coautor del libro “Escasez” (2014) junto con Eldar Shafir, explicar cómo la pobreza genera –sin que sea culpa de quien la padece– una visión de túnel que hace más difícil poder superarla. Si uno tiene que comprometer buena parte del “ancho de banda” de su cerebro para resolver la incertidumbre de qué va a comer ese día –porque no tiene certeza siquiera de que vaya a poder comer–, pues no le queda mucha chance ni capacidad efectiva de imaginar un futuro distinto e invertir tiempo y esfuerzo en hacerlo realidad.

Presumo que ocurre algo parecido cuando uno vive en estado permanente de temor. El miedo, cuando es tangible y apremiante, paraliza incluso a la persona más determinada a salir adelante. Si realizar las tareas más elementales, como ir al trabajo o a la escuela, entraña riesgo de muerte, sea por una bala perdida o por ser uno mismo víctima de extorsión, va a ser muy difícil que esa persona se proyecte a construir algo para sí o para los suyos, más allá de lo que tenga que hacer por mero instinto de supervivencia.

Entonces, por encima del daño que emerge directamente de la criminalidad desbordada, que es una secuencia de tragedias imposibles de reparar cada una, habría que preguntarse cuál es el efecto agregado de tener a la gran mayoría de la población del país operando a diario desde el miedo y la incertidumbre, esto es, desde un lugar que deja muy poco espacio a la esperanza.

Si al menos tuviéramos autoridades que se hicieran personalmente responsables de cambiar esta situación. Pero, como se escucha por ahí a alguien hablando de sí misma en tercera persona, “no es responsabilidad de la presidenta Boluarte”.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Augusto Townsend Klinge es fundador de Comité y cofundador de Recambio

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