En toda discusión sobre reformas laborales se evidencia un prejuicio en contra de la informalidad. La ‘ley pulpín’ tiene la virtud, según sus defensores, de facilitar la incorporación de los jóvenes al sector formal, donde tendrán, al menos, algunos beneficios (además del sueldo, naturalmente). Y, en general, quienes se expresan a favor de reducir las cargas laborales suelen recurrir al argumento (un tanto contradictorio, por lo demás) de que es necesario aumentar el empleo formal para que los trabajadores no estén desprotegidos.
Se supone que los informales trabajan sin protección ni beneficios de ninguna clase. Pero eso no parece ser más que una suposición. Un pre-juicio, en el sentido literal de la palabra. No se ha hecho, que sepamos, un estudio sistemático de las condiciones de trabajo en el sector informal para saber si, por ejemplo, es verdad que allí no hay vacaciones ni gratificaciones.
El trabajo informal se presenta casi como una esclavitud, el resultado de una lucha abierta entre capitalistas y obreros en la que necesariamente triunfa el capitalista, como decía Marx en el texto que se conoce como los “Manuscritos de 1844”. Capitalistas informales aprovechando que operan al margen de la ley para explotar a obreros informales.
Pero –y aquí viene la pregunta– ¿acaso no ofrece el mercado informal, en razón de su misma inmensidad, distintas oportunidades de empleo a cada trabajador? Los empleadores informales tienen que competir por los trabajadores informales. Es imposible que millones de empleadores se coludan para imponer a esos trabajadores condiciones que, de otra manera, jamás aceptarían.
La oferta y la demanda de trabajo son capaces de regular los sueldos y las demás condiciones de trabajo. Si en el sector informal se trabaja 48 horas por semana no es por imposición de los empleadores, sino porque la disposición de una mayoría de trabajadores a trabajar esa cantidad de horas, y no más, lo ha establecido como una práctica de mercado. No es necesario que la ley prescriba la duración de la jornada de trabajo para que el mercado encuentre un equilibrio que satisfaga a ambas partes.
De la misma manera, no es necesario que la ley lo ordene para que los empleadores den vacaciones a sus empleados. No se llamarán quizás formalmente vacaciones, pero ocurre con frecuencia que un pedido se demora porque la empresa está sin personal o porque el asistente ha viajado a su tierra.
La lógica económica nos dice además que al empleador, sea formal o informal, le conviene darle vacaciones a su gente, sabiendo que la productividad decae con el agotamiento físico y mental y que es más costoso entrenar a un empleado nuevo que guardarle el puesto al que ya conoce el trabajo. Pero el período vacacional que más conviene a todos no es necesariamente de 30 días al año. Los propios trabajadores pueden preferir descansar menos y producir más.
¿Tiene algún sentido, entonces, reducir las cargas laborales para formalizar la economía? Claro que sí. Si bien es posible contratar al margen de la ley –contratar en el sentido amplio del término, no en el más estrecho que le dan los abogados– y llegar a un equilibrio donde las condiciones de trabajo sean aceptables para empleados y empleadores, la informalidad no deja de ser costosa, en la medida en que limita las oportunidades de crecimiento de la empresa.