La palabra “raza” ha circulado a lo largo de la historia del Perú y casi siempre para mal. Era parte de una expresión que escuchaba en mi juventud como reproche o protesta. “Qué tal raza” se refería a una conducta del entrometido o atrevido que debía ser rechazada. El origen racial era la explicación por el traspaso de los límites sociales o culturales en boga. El racismo estaba inscrito en la expresión que creo que felizmente ha pasado de moda.
No ha pasado de moda la discriminación ni en el Perú ni en el mundo, como podemos ver todos los días, por desgracia. Hace poco el futbolista Álvaro llamó “mono” a Neymar en pleno partido de la liga francesa. Los ataques de un desquiciado a un sereno en Miraflores con grotescos epítetos racistas es otro ejemplo. Hoy, en Estados Unidos las calles se llenan de protestas raciales contra la violencia policial. Una desafortunada frase de la congresista Martha Chávez (en alusión a los rasgos andinos del ex primer ministro Zeballos) es parte de esa antología reciente. El racismo no ha desaparecido ni mucho menos, pero hoy al menos podemos indignarnos y la ley permite sancionar algunas de estas faltas.
El resorte de la raza siempre está presente. Nuestra vida política puede verse como una alternancia de lideres de distintas razas y clases sociales. Augusto B. Leguía, vinculado a la aristocracia limeña por sus habilidades financieras, fue sucedido por el “Mocho” Luis Miguel Sánchez Cerro, de raza mestiza. Muchos candidatos han sido presentados, para popularizarlos, con sus rasgos raciales. El “colorado” Belmont, el “cholo” Toledo, el “gringo” Kuczynski fueron apodados en su momento para sacar algún provecho (cercanía, identificación, aceptación), con el electorado. Recuerdo que en un acto público vi a alguien alabar a Toledo con el grito “Pachacútec”. Luego Isaac Humala iba a hablar, absurdamente, de la superioridad de la “raza cobriza”. Hace un tiempo se oyó decir que una plancha debe incluir candidatos de distintos colores: la “fórmula Benetton”.
El racismo sigue siendo un asunto cotidiano entre nosotros. “Gringa”, “negra”, “chola” son aún palabras cargadas de valoraciones para bien y para mal. La cantidad de resortes inconscientes que se ponen en juego en una votación daría para muchos estudios de psicoanálisis electoral.
Hace muchos años, en una entrevista que le hice para la revista “Debate”, Alfonso Grados Bertorini, siempre bien recordado, me dijo que pensaba que Belaunde sería el último presidente blanco del Perú. Era el año 1984 y el vaticinio de Grados entonces me pareció acertado. Hoy, sin embargo, hemos tenido a alcaldes y a un presidente de raza blanca elegidos sin problemas.
En el grupo de los que se anuncian como candidatos para las elecciones del año entrante hay varios blancos y hasta algunos rubios como el caso de George Forsyth (cuya ortografía peruana es Yorch Forzay, según veo en la inscripción de un cerro). Otros candidatos se anuncian, de todas las razas. Hoy no sabemos todavía qué función cumple el factor racial en nuestro siempre dinámico mosaico de las emociones sociales.
En 1770 el virrey Amat y Junyent le envió al rey Carlos III una serie de imágenes donde se tipificaban los distintos tipos de mestizaje. En cada pintura, en su mayor parte anónimas, se presentaban el padre, la madre y el vástago que resultaba de la mezcla de razas. Allí estaban las llamadas “razas puras” y las otras. Hoy felizmente todos sabemos que pertenecemos a las otras. La idea de la pureza late en algunos despistados pero no se atreven a decirlo. Que la olviden es el único modo de pensar que podemos ser un solo país, algún día.