Hay consenso en que la salida de este Gobierno tiene que darse junto con una reforma política que prevenga un nuevo desastre. Pero eso no es sencillo. El diagnóstico tiene que ser acertado para encontrar el remedio. El historiador Carlos Contreras ha expuesto acá una tesis interesante: el recelo y desconfianza entre razas y culturas materialmente desiguales, que siempre ha existido, permaneció camuflado hasta 1980 por un sistema político que representaba a un sector reducido de la población, pues los analfabetos no votaban. Así, en las elecciones de 1963 los votantes hábiles fueron uno de cada cinco habitantes, mientras que en las del año pasado fueron tres de cada cuatro. “El colapso de los antiguos partidos políticos puso de manifiesto la dificultad que tuvieron para acomodarse al nuevo escenario, en el que la votación se volvió casi universal y con electores que en su mayoría son trabajadores informales o cuentapropistas”.
Es el caso de partidos vinculados a sectores obreros y empleados formales. Pero el primer Belaunde, si bien representó a sectores medios profesionales o independientes, también integró al mundo andino. Cooperación Popular fue un gran abrazo social. En los 60, teníamos un cierto sistema de partidos. El problema, más allá de su profundidad social, fue que ese proceso fue interrumpido por la dictadura militar, que proscribió los partidos políticos y deportó a algunos de sus líderes.
Ese fue el primer golpe mortal, porque esos partidos regresaron 12 años más tarde sin haber tenido la oportunidad de renovarse ni en personas ni en programas. No desmontaron el estatismo proteccionista instaurado por Velasco y la crisis económica heredada se agravó hasta llevar al colapso del Estado con la hiperinflación y el avance de Sendero Luminoso. Ese fue el puntillazo final. Ya en las elecciones municipales de 1989 ganó un outsider, Ricardo Belmont, y en las presidenciales de 1990, otro: Fujimori. El sistema de partidos había estallado en miles de fragmentos y nunca se recompuso.
Fujimori integró los dos mundos, con una conducción personal del desarrollo en el campo. Pero en lugar de formar un partido de derecha popular con raíces profundas, atacó a la “partidocracia” y pretendió perpetuarse. Pese a ello, el fujimorismo, execrado por un amplio sector, subsistió gracias al recuerdo de los 90. Keiko construyó, ella sí, un partido, pero fue perdiendo conexión con los sectores emergentes y sufrió la estocada de dos prisiones preventivas y una detención preliminar. La persecución judicial ha destruido lo poco que se gestaba y que quedaba. Alan García se suicidó y los dos partidos doctrinarios, el Apra y el PPC, ya no existen.
Ahora los partidos, efímeros, son solo vehículos para presentar candidatos, que pasan de un partido a otro. Los ciudadanos ya no requieren intermediarios: se expresan directamente a través de las redes. La democracia representativa involuciona y se vuelve peligrosamente directa, plebiscitaria, favoreciendo populismos que amenazan la democracia liberal.
Por lo tanto, una reforma política debería ayudar a que los partidos recuperen algo de su función de orientación de la opinión pública y de discusión de los temas nacionales, y a que la democracia representativa recupere terreno frente a la democracia directa. Que las empresas puedan contribuir con parte de sus impuestos a ‘think tanks’ en los partidos les daría otro nivel y los harían atractivos para que la gente de bien regresara a la política. A la vez, distritos electorales más pequeños –uni o binominales– permitirían una relación directa y personal entre los ciudadanos y su representante, única manera de competir con las redes sociales o, mejor dicho, de usarlas a favor de la democracia representativa. Una cámara de senadores ayudaría a contener los impulsos populistas, así como la insistencia en leyes observadas por el Ejecutivo con dos tercios de los votos. Son algunas de las reformas.