Profundamente desalentadora la falta de rebeldía moral de la sociedad civil y empresarial peruana frente a la decisión de la OEA de intervenir en el Perú en “solidaridad y respaldo al Gobierno democráticamente electo de la República del Perú, así como a la preservación de la institucionalidad democrática”, luego de que el presidente Castillo enviara una carta acusando a la fiscalía y al Congreso de buscar “la ruptura de la institucionalidad democrática” dentro de “una nueva modalidad de golpe de Estado”.
Solo la Cámara de Comercio de Lima se pronunció, señalando que “el uso de los mecanismos constitucionales para controlar el mal uso del poder, investigar y sancionar los delitos supuestamente cometidos por el presidente y su entorno cercano, no pueden ser considerados como un golpe de Estado”, lamentando “que el presidente Pedro Castillo Terrones siga sin dar explicaciones de sus actos [...] y haya preferido denunciar un inexistente complot contra la democracia para solicitar la intervención de la OEA en nuestro país”. Asimismo, subraya que “no corresponde activar la Carta Democrática Interamericana”.
Felicitaciones a la CCL. Me es muy difícil entender las razones por las que los gremios empresariales, los colegios profesionales, las universidades e instituciones supuestamente vigilantes de la transparencia y la ética pública, han callado ante un operativo cuyo propósito es explícitamente reducir las denuncias de corrupción a un complot antidemocrático. El resultado podría terminar siendo no solo el debilitamiento de la fiscalía –que ya sufre ataques de toda estofa y calaña– y la anulación de las investigaciones en la PNP –que ya han sufrido un recorte del 27% en su presupuesto–, sino la normalización y profundización de la corrupción y la incompetencia en el gobierno, que están destruyendo el tejido moral y económico del país.
Si no se reacciona frente a la arbitrariedad, se deja que todo avance hasta que ya es demasiado tarde. Solo para citar dos casos recientes: la sociedad civil no reaccionó frente a las graves denuncias de malos nombramientos y corrupción en Petro-Perú y no se aprovechó para señalar cómo esos hechos le daban la razón a la Constitución del 93, al principio del Estado subsidiario, que Fujimori fue el primero en violar al interrumpir la privatización de esa empresa, dejándole la refinería de Talara y el oleoducto para que se convirtiera en el botín saqueado que es ahora y que todos debemos solventar con nuestros impuestos en lugar de recibir los beneficios que hubiésemos recibido si la empresa fuera privada.
En otro terreno, el Gobierno conformó recientemente una comisión multisectorial para revisar la composición del consejo directivo de Servir, la elección de su titular (es decir, para ver la manera de remover a la actual presidente ejecutiva, que por ley es nombrada por cuatro años), ver si sus funciones deben permanecer en Servir o ser repartidas a otros ministerios. Es decir, para descabezar y descuartizar Servir. ¿Por qué? Simplemente porque esa entidad, en cumplimiento de la ley 31419, aprobada por este Congreso, había dispuesto la desvinculación de 220 altos funcionarios nombrados por este gobierno que no cumplían con los requisitos de idoneidad, cortando los planes de pillaje puestos en marcha.
Hay que defender a Servir. Es el último baluarte de defensa de la meritocracia que queda. El Congreso debería crear un capítulo anticorrupción en la Carta Magna que le dé autonomía constitucional, consagre la meritocracia, la transparencia, la simplificación administrativa y la obligatoriedad de los análisis de impacto regulatorio de las normas que se aprueban.
Hay corrupción también porque la formalidad es inaccesible y los funcionarios aprovechan para cobrar por operar. El Congreso debe reformar profundamente la formalidad.
El país tiene que sublevarse contra la corrupción institucionalizada. Y lo primero es rechazar una misión foránea que viene, en el fondo, a minimizarla o a relativizarla.