Enfrentamos ahora tres procesos internacionales que justifican una observación especialmente crítica y cuidadosa de lo que ocurre en nuestros tribunales de justicia. César Hinostroza Pariachi, ex juez supremo, y Alejandro Toledo Manrique y Alan García Pérez, ex presidentes, piden a España, a Estados Unidos y al Uruguay no ser entregados al Perú sobre bases muy semejantes: la supuesta baja confiabilidad de nuestros tribunales. La defensa de Keiko Fujimori Higuchi, aún lideresa de la mayoría en el Congreso, reclama por una lista de alegados abusos que atribuyen al procedimiento seguido en su contra. El ex presidente Ollanta Humala y su esposa, la señora Nadine Heredia, han salido hace no demasiado tiempo de un encierro de diez meses y continúan bajo proceso sin ser acusados por hechos que comenzaron a ser investigados hace aproximadamente tres años.
Yo no creo que ninguno de estos asuntos pueda ser explicado como resultado de una persecución política. En las prácticas internacionales, los casos documentados de persecución política corresponden a esquemas de concentración de poderes que deberían estar separados y resultan no estarlo, en una situación visible para cualquier observador independiente. No encuentro alguno acreditado que respalde que nosotros estemos en esa situación. El desorden que exhibimos, con un fiscal de la Nación que ostenta un título de ratificación investigado por el Ministerio Público; un Ejecutivo sin injerencia sobre el Congreso y una mayoría de congresistas que tienen a su líder en prisión, corresponde a cualquier cosa menos a la exhibición de un poder concentrado en unas pocas manos.
Hay diferencias entre cada uno de estos casos, sin duda. Pero también puntos comunes. Todas las historias que definen este período tienen algún nivel de justificación legal, al menos en construcción. Y al mismo tiempo todas llevan algún nivel de retraso o arrastran confusiones de algún tipo. El retraso de las investigaciones en marcha debe resolverse. Y las confusiones que arrastra el sistema también. Pero ambos problemas se originan en coordenadas distintas a las que generan las persecuciones políticas.
No es sencillo, por ejemplo, explicar a un observador imparcial por qué Alejandro Toledo enfrenta dos investigaciones separadas sobre bases semejantes bajo normas visiblemente distintas, los códigos de 1940 y del 2004. Tampoco es sencillo explicar cómo así usamos las reglas del lavado de activos para procesar entregas de dinero producidas en el 2010 o en el 2011, cuando no sabíamos que Odebrecht manejaba una lavandería de activos, ni cómo procedemos de esta forma sin una decisión de la Corte Suprema que lo justifique. Y no es sencillo explicar por qué puede imponerse 36 meses de prisión a personas que ni siquiera han sido acusadas, bajo la coartada de llamarle a esa prisión “preventiva”.
En una reunión reciente un experto sostuvo que con tantas incertidumbres legales como estas tal vez deberíamos abstenernos de tomar decisiones tan drásticas como ordenar prisiones preventivas. Yo no estoy de acuerdo. Pero creo que debemos resolver estos problemas lo antes posible. Y resolverlos implica, primero, admitir que una persona que va a ser llevada a juicio por un caso grave y fundado puede ir a prisión, pero solo a condición de que la fiscalía presente acusación en un plazo determinado, muy cercano al momento en el que obtiene la orden de prisión; segundo, discutir en un nuevo pleno de la Corte Suprema si es o no aceptable que una persona sea responsabilizada por lavar activos si recibe fondos exorbitantes de manera clandestina de quien resulta ser un lavador de activos; tercero, abandonar definitivamente la prisión preventiva de 36 meses, que por el plazo se asemeja más a una condena anticipada que a una medida excepcional adoptada en condiciones de urgencia, y cuarto, crear un procedimiento que permita que los casos que aún se regulan por las viejas reglas del Código de 1940 sean adaptados a las reglas del Código del 2004 de inmediato, de manera que deje de haber en nuestro medio investigaciones duplicadas total o parcialmente por simples defectos del sistema legal.
Creo que con esto bastaría por ahora. Falta, por cierto, que el caso de la señora Fujimori y de su entorno sea revisado por una sala penal contra la que toda duda de sospecha ha sido ya despejada. Y falta que la fiscalía abra la información que sobre el caso del metro de Lima, se dice, estaría por recibir. Es evidente, a estas alturas, que García Pérez no intenta huir de un impedimento de salida. Parece huir de algo que aún no ocurre y ese algo podría estar en la valija de evidencias que estamos esperando todos.
La solvencia de nuestros tribunales, que son desde mi punto de vista la excepción al desorden en que ahora vivimos, está sin embargo en tela de juicio. Tomemos entonces el asunto muy en serio. El escrutinio está ahora abierto y está en nuestras manos absolverlo.