Sábado 1 de noviembre, cementerio de Virgen de Lourdes, ubicado en Villa María del Triunfo. Con 60 hectáreas de extensión, es el camposanto más grande del Perú. Y aunque no haya cifras precisas se calcula que unas 120 mil personas yacen enterradas en los escasos llanos y en las escarpadas y polvorientas laderas de sus cerros. Todo comenzó en la década de 1960, cuando en la zona, aún muy poco poblada, se sepultan sin complicaciones legales a los primeros muertos de la nueva Lima, aún pobre y andina, formada por los migrantes y sus hijos. En las décadas siguientes el cementerio crece vertiginosamente. El municipio gestiona un relativo orden en la llanura central, pero en las laderas predomina la invasión. Cada familia coloca a su difunto donde puede. Y conforme los terrenos se van acabando, los entierros se hacen en las laderas más inclinadas y rocosas, más difíciles de acceder. En la década de 1990, el cementerio ya está cerca de la saturación.
Somos decenas de miles las personas que estamos de visita. En la alameda de la entrada, a un costado, en una pequeña explanada, un sacerdote invoca la importancia del recuerdo de los seres queridos y la tolerancia y el respeto mutuo como las actitudes que deben predominar entre los fieles. Lo escuchan 15 o 20 personas. A su lado, otro sacerdote absuelve las consultas de los visitantes. Le preguntamos si la Iglesia Católica aprueba las costumbres de los deudos. Y nos responde, con pesar, que hay mucha superstición, que hay tanto que purificar. Los sacerdotes no se han puesto de acuerdo. Es evidente que la institución eclesial tiene poca influencia sobre el rito que comienza.
Por todos lados: vendedores de flores, jarrones y agua; pero, también, de tantawawas (biscochos en forma de bebes) y toda clase de potajes: habas, panes con chicharrones, arroz con pollo. Y además diferentes clases de galletas y comida procesada. Ya internándose en el cementerio, aparecen muchos vendedores de cerveza. Y dando vueltas, rezadores y músicos: de arpa, violín, guitarra, danzantes de tijeras y hasta charros mexicanos. Y un conjunto de sicuris. Predomina la música andina tradicional. Y los rezadores recitan las oraciones en español, quechua y latín.
Casi todos los asistentes visitan a sus seres queridos. Hay un protocolo bien establecido que sigue la mayoría de las familias. Pero no todas. Se trata de limpiar la tumba, eventualmente pintarla, poner flores. Sentarse encima de ella, colocando como ofrenda la comida que más le gustaba al difunto. Es un momento emocionante de unidad del grupo familiar. Revivir la tristeza de la pérdida se conjura con la alegría de estar cumpliendo un deber de recuerdo y gratitud. Muchos toman cerveza, como forma, quizá, de facilitar la expresión de sentimientos. Las serenatas y los responsos testimonian el deseo de complacer a los difuntos.
Es un duelo colectivo, pues, aunque la multitud esté dispersa, hay una corriente de identificación que nos vincula. Hoy los muertos regresan a la vida de quienes los aman y extrañan. Por tanto, no están totalmente muertos, pues están viviendo en la emoción y el recuerdo, en el vacío que han dejado en quienes los han sobrevivido. Y ese vacío se activa el 1 de noviembre. Y la manera de llenarlo es yendo a visitar al difunto.
Una joven pareja descansa sobre la tumba de su hijito fallecido hace 12 años, cuando apenas tenía 7. La visita todos los años. Le lleva el choclo con queso que tanto le gustaba. Está serena, pues es de mucho consuelo cumplir con la promesa empeñada. No cree en Dios, pero allí, encima de la tumba de su hijo, se siente tranquila. La clave está en dar, en abrirse al recuerdo. Así se cristaliza la gratitud por el amor que nos dejó ese ser querido.
El recuerdo de los vivos hace que los muertos regresen. Y el sentimiento es potente y contagioso. Es un triunfo periódico de la vida. Y se celebra cada 1 de noviembre. Será por eso que la mayoría de la gente está alegre y consolada. Hay mucha sabiduría en este rito. Tengo que agradecer a Pedro Pablo, Jessica, Rafael y Carmen María por la compañía, pues todos participamos en este evento que, siendo del nuevo Perú, se funda en tradiciones antiquísimas.