El rapero español Xhelazz dice que “Votar es elegir en secreto a quien te robará públicamente”. Es fácil coincidir. Cuando uno va a votar siente que está botando su tiempo. Es como pasar por el mal rato de ir al dentista para descubrir luego que te sacaron el diente equivocado.
La democracia genera valor si es capaz de generar institucionalidad. Es decir, un conjunto de reglas estables. Como mencioné la semana pasada en esta misma columna, el valor real de esas reglas está en asegurarnos que podemos tener un plan de vida.
Nuestro sistema electoral nos conduce a lo contrario. Y una de las causas es el voto preferencial que, vergonzosamente, nuestros congresistas, pensando en su reelección y no en la institucionalidad, se niegan a eliminar. Con ese sistema no votamos para decidir, sino botamos nuestra decisión a la basura.
El voto preferencial destruye a los partidos. Ya no es necesario que tengan un programa o una política definida. Si lo primordial es sacar más congresistas, las ideas no son lo importante, sino la cara de los candidatos que jalen votos. Los candidatos son desde caciques locales hasta voleibolistas, pasando por artistas de cine, cantantes, cómicos y locutores de radio o conductores de televisión.
El voto preferencial exacerba el populismo y neutraliza el tecnicismo. La competencia deja de ser por una propuesta de largo plazo y se sustituye por caras conocidas u ofertas populacheras.
Una democracia sin partidos es como un mercado sin empresas. Las empresas perfilan planes de largo plazo y definen políticas comerciales. Para eso se organizan y establecen esquemas en los que los intereses de los accionistas se buscan alinear con los intereses de sus clientes. Crean productos que satisfagan necesidades. La organización empresarial coloca talentos distintos y habilidades complementarias al servicio de objetivos comunes. El resultado: usted compra una Coca Cola o se decide por un iPhone porque identifica una marca y no por quién es el gerente o quiénes son los miembros del directorio de la compañía.
Lo principal es posicionar la marca, no a las personas. Los clientes no eligen al directorio de la compañía, eligen sus productos. De manera similar, los votantes deben elegir el producto de los partidos (sus programas, sus propuestas, sus ideas y una lista de candidatos que pueda ponerlos en práctica).
El voto preferencial desvía la atención de los votantes, que dejan de votar en función a qué reglas se proponen para hacerlo, por las caras que se presentan. Y al hacerlo eliminan los incentivos para que los partidos creen programas y políticas estables.
Las consecuencias saltan a la vista. Primero tenemos partidos golondrinos que nacen y desaparecen de una elección a otra. Son conglomerados electorales, clubes de oportunistas que quieren ver si llegan al Congreso para ver cómo sacarle el mayor provecho posible en cinco años.
Segundo, los partidos no tienen incentivos para tener cuadros técnicos ni propuestas ideológicas (entendidas como propuestas con ideas estables).
La tercera consecuencia es el transfuguismo. Antes de acabar una administración todos se ponen a buscar alocadamente otro club que no haya sufrido el desgaste de ser gobierno.
La cuarta es el caudillismo. Los partidos son personas y no instituciones. Curioso observar que en las últimas elecciones los símbolos en las cedulas de votación eran la K de Keiko, la O de Ollanta, la T de Toledo o las siglas PPK de Pedro Pablo Kuczynski. Solo el Apra tuvo un símbolo de fantasía (la estrella), aunque no se puede dudar que la débil estabilidad del Apra viene del caudillismo de García.
Y es que con el voto preferencial se cumple lo que pronosticaba Bernard Shaw: “La democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos”.