Si uno atiende a su etimología, la palabra ‘eutanasia’ parece encerrar una contradicción en los términos. Ella deriva, en efecto, de dos vocablos griegos (‘eu’ y ‘thanatos’) que, juntos, expresan una idea que cabe traducir como ‘buena muerte’. Pero, si la muerte es aquello que, por instinto, tratamos de evitar desde que nacemos y un trance identificado con los temores más profundos de la condición humana, ¿cómo podría existir una manifestación de ella susceptible de ser entendida como buena o positiva? Pues, por descabellado que suene, la hay. Cuando sabemos que la hora de enfrentar el hito postrero de nuestro ciclo vital está cerca y que amenaza con exponernos a una agonía dolorosa y humillante, la posibilidad de exonerarnos al menos de esos agravantes del inevitable acabamiento se convierte en una opción que no pocos desean abrazar.
Ese es exactamente el camino que nuestra compatriota Ana Estrada decidió recorrer este domingo. Afectada hace años de polimiositis, una rara e irreversible enfermedad que causa debilidad muscular y compromete ambos lados del cuerpo, ella resolvió tiempo atrás buscar los mecanismos legales que le permitieran definir cuándo y de qué manera habría de producirse lo que inexorablemente iba a ocurrirle. Como consecuencia del cuadro que padecía, a sus 46 años, Ana no podía ejecutar por sí sola actos tan elementales como comer o respirar. Conociendo la naturaleza degenerativa del mal que la aquejaba, llegó entonces a la conclusión de que quería ser ella quien dictase los términos del trance final. Y libró desde ese momento una batalla para que la justicia peruana le concediera ese derecho.
Lo consiguió en febrero del 2021, cuando un juzgado de la Corte Superior de Lima ordenó que el Ministerio de Salud y Essalud respetasen la determinación de Ana de “poner fin a su vida a través del procedimiento técnico de la eutanasia”, dejando sin efecto, en ese caso en particular, el artículo 112 del Código Penal, que establece sanciones para quien “por piedad, mata a un enfermo incurable que le solicita de manera expresa y consciente […] poner fin a sus intolerables dolores”. No quería ella precipitar su muerte inmediatamente, sino tener el derecho de decidir cuándo hacerlo. Un derecho que obtuvo hace más de dos años y que ejerció dos días atrás.
Al conocerse el pronunciamiento del Poder Judicial al que hacemos referencia (ratificado luego en julio del 2022 por la Corte Suprema), en este Diario saludamos que, habida cuenta de su irreversible situación, ella tuviese a disposición las riendas de cómo enfrentarla. Y ahora, cumplido ese designio, nos reafirmamos en tal posición. Frente a la fatalidad, la posibilidad de enarbolar la dignidad como un valor que enaltece nuestro paso por la vida es un derecho que debería asistirnos a todos.
En un comunicado difundido tras su muerte, desde el entorno de Ana se ha asegurado que ella falleció “en sus propios términos, conforme a su idea de dignidad y en pleno control de su autonomía hasta el final”. Se ha recordado también que su caso “permitió que la justicia reconociera por primera vez en la historia que todos tenemos derecho a morir con dignidad”, por lo que “vivirá en la mente y el corazón de muchas personas y en la historia de nuestro país”.
Así será sin duda y ojalá que, mientras ella descansa en paz, su tenaz ejemplo sirva de estímulo para hacer, de lo que ha sido originalmente una concesión excepcional, una vía accesible para todos aquellos que enfrenten una circunstancia similar a la suya.