Tres semanas después de que la Comisión de Alto Nivel para la Reforma Política (CANRP) presentara al Ejecutivo sus propuestas sobre el asunto para el que fue convocada, este ha remitido al Congreso 12 proyectos legislativos que recogen buena parte de sus sugerencias, aunque introducen también algunos cambios.
La diferencia más notable entre lo recibido y lo entregado por el gobierno, sin embargo, está marcada por una ausencia: la del restablecimiento de la bicameralidad en nuestro sistema parlamentario.
“Por respeto a la voluntad popular expresada en el referéndum, hemos decidido no seguir la recomendación de la comisión de restaurar la bicameralidad”, escribió hace dos días en su cuenta de Twitter el presidente del Consejo de Ministros, Salvador del Solar. Pero diversas actitudes de la actual administración hacia esa misma materia registradas en el pasado reciente hacen pensar que la explicación ofrecida para la supresión no es exhaustiva.
Es cierto que en el referéndum del 7 de diciembre del año pasado, a la pregunta “¿Aprueba la reforma constitucional que establece la bicameralidad en el Congreso de la República?”, 13’949.831 de los ciudadanos consultados respondieron que no y solo 1’462.516 que sí. En votos válidos, eso significa que 90,51% se opuso a la iniciativa, mientras que apenas un 9,49% la respaldó.
Pero no hay que olvidar que fue el propio gobierno el que llamó a votar por el “no” en esa específica pregunta y que lo hizo aduciendo motivos que no tenían que ver con la existencia de dos cámaras en sí misma, sino con un ‘contrabando’ introducido por la mayoría congresal en la letra menuda del proyecto y que atañía a la naturaleza de la cuestión de confianza en tanto instrumento útil para el ejercicio de los pesos y contrapesos entre el Ejecutivo y el Legislativo.
De hecho, cuando la iniciativa referida a la bicameralidad se votó originalmente en el Parlamento, los dos congresistas que integraban además en ese momento el Gabinete Ministerial –el primer ministro César Villanueva y el titular de Justicia Vicente Zeballos – lo hicieron a favor, lo que indicaba a las claras que a esas alturas el gobierno en su conjunto la evaluaba positivamente.
El cambio de la posición oficial se produjo días más tarde y no es descabellado postular que las cifras de las encuestas, en las que la bicameralidad perdía progresivamente popularidad, jugaron un papel preponderante en el giro.
¿No es posible entonces que una consideración similarmente efectista haya pesado en la supresión resuelta ahora por el Ejecutivo? ¿No se podía acaso promover un debate serio y sin el apremio de una inmediata concurrencia a las ánforas sobre el particular que permeara a la ciudadanía sobre las bondades de una reforma de la que tantos sectores afirman estar convencidos? Y si se encontraba una fórmula satisfactoria de plantearla, ¿no era posible esperar a que se cumplieran los plazos que la ley de los derechos de participación y control ciudadanos establece para volver a impulsarla tras una consulta popular al respecto?
La existencia de dos cámaras, como hemos anotado aquí en numerosas ocasiones, proveería de un doble filtro a la producción legislativa y permitiría que tanto los parlamentarios como la ciudadanía diesen espacio a la ecuanimidad y a las reconsideraciones que una determinada ley pudiese merecer, una vez amainada la tormenta política que pudiera haber acompañado su formulación. El caso del intento de estatización de la banca durante el primer gobierno de Alan García –que la Cámara de Diputados aprobó en un solo día, pero la de senadores acabó desactivando después de una larga deliberación– es siempre el mejor ejemplo de lo provechoso que el filtro al que aludimos puede resultar.
Todo parece indicar, no obstante, que la reciente decisión del Ejecutivo, que daría la impresión de continuar con una mirada puesta en las encuestas cuando aborda asuntos serios pero potencialmente impopulares, nos va a privar de la sola posibilidad de discutir una reforma tan importante.
Para otra vez será.