Plebiscito en Chile: Un miembro del personal electoral cuenta las papeletas después del cierre de las urnas en la escuela secundaria Amunategui en Santiago. (Foto de CLAUDIO REYES / AFP).
Plebiscito en Chile: Un miembro del personal electoral cuenta las papeletas después del cierre de las urnas en la escuela secundaria Amunategui en Santiago. (Foto de CLAUDIO REYES / AFP).
/ CLAUDIO REYES
Editorial El Comercio

Un año después de las protestas de octubre del 2019 en , su resultado más relevante y concreto tomó forma ayer. El país se volcó a las urnas para respaldar la propuesta de derogar la Constitución actual y reemplazarla por una nueva Carta Magna. Como se recuerda, detrás del violento estallido social del año pasado, que incluyó actos criminales como el incendio de varias estaciones de metro y saqueos de supermercados, hubo demandas por mayor equidad, mejor acceso a servicios públicos y, en general, más presencia del Estado.

Como cualquier país de la región, Chile tiene problemas estructurales. Su movilidad social –comparada con otros países de la OCDE, una organización de naciones desarrolladas– es baja. La protección social para su clase media, vulnerable y pobre aún es inadecuada. Su clase política, incapaz de entender y canalizar las demandas ciudadanas, aparece desconectada y frívola.

A diferencia del resto de países de la región, sin embargo, Chile es quizá el único ejemplo de un progreso económico y social suficiente para aspirar, en el mediano plazo, a considerarse un país desarrollado. Entre 1980 y el 2018, su PBI per cápita casi se triplicó y es hoy el más alto de Sudamérica. Si al inicio de la década de los ochenta casi uno de cada dos chilenos era pobre, hoy es uno de cada diez. En las estadísticas de educación, salud, y calidad de vida en general, el chileno promedio supera cómodamente al latinoamericano promedio. Eso no era cierto a mediados del siglo pasado.

Por ello, el salto que está tomando el país del sur no deja de ser preocupante. Una nueva Constitución, en el contexto violento e ideológico en el que se ha dado, arriesga los enormes progresos que ha conseguido Chile hasta ahora sin garantizar soluciones sostenibles a las demandas justas que gatillaron las protestas. Por principio, las constituciones no son papel de descarte total cada cierto número de décadas, sino que pueden y deben irse modernizando progresivamente conforme el acuerdo social evoluciona. De hecho, la actual Constitución, heredada del gobierno militar del general Augusto Pinochet en 1980, ha sido modificada más de 50 veces.

El pueblo chileno, por supuesto, tiene total derecho a decidir libremente sobre el tipo de contrato social que considere adecuado. Ello no impide, sin embargo, que se pueda alertar sobre el riesgo que implican cambios constitucionales profundos inspirados por movimientos sociales y políticos que prometen soluciones rápidas a problemas complejos. Esas historias las conocemos de sobra en América Latina.

Al mismo tiempo, es imposible no dibujar paralelos entre la cadena de sucesos recientes de Chile y la narrativa que algunos grupos políticos peruanos quieren imprimir aquí. El Perú, al igual que Chile, requiere una cirugía mayor en determinados asuntos estructurales –reforma política, reforma del Estado, protección social efectiva con informalidad generalizada, entre otros–. Y algunos de estos cambios pasan por modificaciones constitucionales. Ello se puede lograr con voluntad, diálogo y consensos. Demandar una nueva Constitución, no obstante, desconoce los enormes logros alcanzados en las últimas tres décadas, vuelve a pintar al país como uno en extremo inestable, y compromete candados institucionales fundamentales, como la independencia del Banco Central de Reserva (BCR) o el rol subsidiario del Estado.

Chile deberá hacer todo lo posible por evitar caer en las trampas populistas en que otros países de la región caímos en décadas pasadas. Con elecciones generales en el Perú a menos de seis meses, la lección aquí es similar.

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