En el referéndum celebrado el domingo se consultó a la ciudadanía acerca de cuatro asuntos bastante puntuales, pero es indudable que, de sus resultados, se pueden derivar algunas conclusiones políticas claras. Una de ellas, como hemos señalado ya en estas páginas, es que se ha producido un rechazo a la forma en que muchos congresistas han venido ejerciendo el poder que los votantes les confiaron al momento de elegirlos. Y en esa medida, es comprensible que, al tiempo de sentirse contrariados, los miembros de la representación nacional se pregunten ahora por la vigencia de ese encargo.
Pero de ahí a interpretar el mayoritario respaldo a la propuesta de prohibir la reelección parlamentaria inmediata como la expresión de una voluntad inequívoca de que el Congreso se ‘autodisuelva’ y sea reemplazado lo antes posible por otro surgido de las urnas, hay un salto artificioso y sin sustento legal. Y sin embargo, esa es precisamente la posición que han sostenido algunos parlamentarios en estos días, y que ha sido expuesta de manera más explícita por el legislador Víctor Andrés García Belaunde.
En las redes sociales y en diversas declaraciones a la prensa, efectivamente, el representante de Acción Popular ha manifestado que, al decir a los actuales congresistas que no quieren que se reelijan, los ciudadanos han dicho también que los están representando mal. “Si estamos representando muy mal al pueblo, ¿cómo vamos a seguir dos años y medio más en la función que tenemos?”, ha apuntado. Para luego concluir: “Lo lógico, por dignidad, por decoro, por orgullo, [es] bueno, nos vamos pues. Si el pueblo nos puso allí, y el pueblo ya no nos quiere, pues nos vamos. El pueblo nos elige y nos revoca. Esto es una revocatoria, en realidad”.
El argumento, que mutatis mutandis había sido esbozado antes por otros miembros de su bancada y por algunos legisladores de los conglomerados de izquierda, es dramático y efectista, pero sencillamente carece de rigor.
En primer lugar, un referéndum y un eventual proceso revocatorio –que, dicho sea de paso, para los parlamentarios, en nuestra legislación no existe– son dos cosas distintas y no se puede tratar de hacer pasar una por otra de manera tan sencilla.
En segundo término, ‘el pueblo’ es en realidad una abstracción para aludir a una multitud de individuos con opiniones distintas. Algunos de ellos, quizás la mayoría, podría sentir que tal o cual legislador no los representa. Pero otros podrían pensar que sí. Y resulta que la razón de ser del origen diverso de la composición del Poder Legislativo es, precisamente, que puedan estar presentes en él las mayorías y minorías que existen en la ciudadanía en las proporciones adecuadas.
En tercer lugar, es evidente que al pedir y obtener el respaldo de los votantes en una elección, cada congresista asumió un compromiso serio y por un tiempo concreto… que no puede de pronto desconocer porque un determinado escenario político se le antoja ingrato o difícil de asimilar.
Y la misma lógica aplica también en el sentido opuesto; es decir, para los votantes. Pues a decir verdad, tampoco luce muy serio que desde hace un tiempo algunos sectores de la ciudadanía vengan pidiendo que se cierre el Parlamento, olvidando que cuando fueron a las urnas en el 2016 estaban conscientes de que, según lo estipulado por la Constitución, el cargo de parlamentario tiene una vigencia de cinco años, que no puede acortarse luego solo porque vengan a descubrir ahora que su sufragio no fue el más idóneo. Los electores no podemos desconocer que también tenemos ciertos deberes que cumplir, y uno de ellos es aprender a vivir con las consecuencias de nuestros actos.
Nada de esto quita, claro está, que los resultados del domingo puedan traducirse como un llamado de atención hacia los legisladores. Pero no necesariamente para que dejen su trabajo, sino más bien para que abandonen la manera cómo lo venían ejerciendo y se enfoquen más bien en inaugurar una actitud mucho más propositiva.
Antes que pensar, entonces, en acortar el mandato que las urnas les confiaron, nuestros congresistas podrían empezar a actuar de manera más apegada a las expectativas que el país les demanda.