Hay ataques a la democracia que se ejecutan de pronto, con alta visibilidad y apelando a la ventaja que otorga la sorpresa. Dan poco tiempo a las instituciones para reaccionar. Pero hay otros ataques a la democracia que basan su fortaleza en un progreso sigiloso, con un lento copamiento y captura de las instituciones responsables de proteger el sistema. Esta última es la forma en que opera el crimen organizado y del que se están percibiendo avances cada vez más preocupantes.
Ayer, la Unidad de Investigación de El Comercio reveló la existencia de una presunta red criminal en la selva peruana vinculada al narcotráfico que incluiría a policías y fiscales. De acuerdo con el informe, el coronel PNP Vic Cárdenas del Pino, responsable policial antidrogas de Loreto con 160 personas a su cargo, y varios de sus subordinados, habrían recibido dinero de narcotraficantes a cambio de permitir el paso de pasta básica y clorhidrato de cocaína hacia Brasil.
Lo más preocupante del caso es que, pese a que las evidencias eran contundentes, el proceso de investigación se alargó por más de dos años, sin medidas restrictivas en contra de los policías involucrados. Posteriores escuchas legales parecían confirmar las sospechas sobre este retraso: los investigados señalaban que al menos una de las dos fiscales antidrogas a cargo de sus expedientes era “negociable”, lo que les otorgaba “ventaja”. En diciembre pasado, ambas fiscales fueron transferidas fuera de Loreto “por necesidades del servicio”.
Historias como estas no son inusuales. Hace un mes, por ejemplo, la misma Unidad de Investigación contó el caso del exsuboficial PNP Elmer Gamarra Briceño, entrenado por la DEA para ser un agente antinarcóticos a pesar de que su familia dirigía pozas de maceración para preparar y comercializar droga en Porvenir de Marona, a media hora de Tingo María, en la región Huánuco. Gamarra abandonó la policía en el 2020 y la siguiente noticia que apareció sobre él fue una acusación de asesinato a traficantes colombianos. No tiene orden de captura.
La penetración de grupos criminales en el Perú no es nueva y han llegado incluso a la alta política nacional (está, por ejemplo, el caso de la excongresista Nancy Obregón, acusada de narcotráfico), pero su escala y violencia parecen ir ahora en aumento de la mano con la internacionalización del crimen. La megabanda del Tren de Aragua, de origen venezolano, tiene presencia en por lo menos diez regiones del país, y va creciendo. Se dedica a la extorsión, el sicariato, el proxenetismo, la comercialización de drogas, entre otros delitos. A inicios de mes, narcotraficantes brasileños vinculados al Comando Vermelho, una de las organizaciones criminales más grandes de Brasil, atacaron con armas de fuego a policías en Ucayali. De acuerdo con el exministro del Interior Rubén Vargas, que es también especialista en crimen organizado, este grupo ha ingresado ya a Iquitos, Pucallpa y Madre de Dios y, en comparación, deja al Tren de Aragua como “simples pirañitas”.
La semana pasada, en Ecuador, el mundo vio horrorizado lo que sucede cuando las organizaciones criminales sitian una democracia, con el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio a plena luz de la tarde. Las comparaciones con la Colombia de finales de la década de los 80 son inevitables. El Perú no puede pasar por alto este riesgo creciente. ¿Realmente se puede asegurar que en las siguientes elecciones generales los grupos criminales no jugarán un rol protagónico? Si la respuesta es no, entonces debería quedar claro que esta es una prioridad absoluta de política pública. Las capturas de las democracias no siempre se trasmiten en vivo por televisión, pero eso no las hace menos reales.