“Ni en el mundo, ni en general tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como irrestrictamente bueno, a no ser tan solo una buena voluntad”, escribía Immanuel Kant en el siglo XVIII. Es en este sentido que entendemos algunas de las recientes declaraciones del papa Francisco I en su visita a Bolivia. Las intenciones finales de su mensaje son, sin duda, encomiables –aboga por la mejora en las condiciones de vida y la superación de la pobreza global en medio del cuidado al medio ambiente–. Pero el rumbo que el Sumo Pontífice supone debe seguirse para alcanzar tales metas –la historia demuestra– no es el correcto. Se sabe ya a dónde conducen varios caminos empedrados de buenas intenciones.
En concreto, el Papa señaló en Santa Cruz que “este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos”, y por ello “la propiedad […] debe estar siempre en función de las necesidades de los pueblos”. Enseguida, continuó diciendo que cuando el dinero se convierte en ídolo y “dirige las opciones de los seres humanos, cuando la avidez por el dinero tutela todo el sistema socioeconómico, arruina la sociedad, condena al hombre, lo convierte en esclavo”.
En general, como resulta obvio, las críticas del obispo de Roma estaban dirigidas al modelo de libertades económicas que ha sido aplicado –con matices y retrocesos eventuales– en cada vez más rincones del mundo. El líder de la Iglesia Católica, sin embargo, falla en reconocer los importantísimos avances que se han logrado en buena cuenta gracias al sistema que él mira con desconfianza, cuando no con encono.
Por ejemplo, entre la población rural que de acuerdo con el Papa “no aguanta” el sistema, a escala global la incidencia de la pobreza bajó de 83% en 1988 a 60% en el 2008, en tanto que la pobreza extrema cayó 54% a 34% en el mismo período. Y estas cifras no están solo impulsadas en el crecimiento de China y otros países asiáticos que abrazaron las libertades económicas y el intercambio de bienes; en América Latina, el porcentaje de personas en áreas rurales que ganaba menos de US$1,25 dólares al día bajó de 27% a menos del 10% en esos años.
Salir de la pobreza no es una cuestión puramente monetaria. Los hijos de los trabajadores y comunidades que menciona Francisco, que hacia 1950 morían en su infancia a razón de 150 por cada 1.000 nacidos vivos, hoy mueren tres veces menos, en tanto que las personas mayores viven en promedio 20 años más. De hecho, los accesos a agua potable, comida, educación y todos los demás requisitos para hacer la vida un poco más ‘aguantable’ han llegado a sectores de la población global que antes se habían visto excluidos de ellos en ausencia de las libertades económicas y la tecnología que los facilita.
El Papa tiene razón al darle prioridad al tema de la propiedad, pero la suerte de ‘propiedad social’ que parece favorecer no ha traído más que sistemas públicos ineficientes al servicio de una minoría en el poder. Más bien, cuando la propiedad privada está claramente delimitada y protegida, los incentivos para cuidar los recursos, crear riqueza y, por agregación, mejorar la calidad de vida de la sociedad, empiezan a florecer.
Por supuesto que la economía global está aún lejos de cumplir con las justas expectativas de buena parte de la población, pero no implica que el rumbo que sigue no sea el correcto. Y si Francisco habla sobre la condena y esclavitud que trae el dinero, no está de más recordar que, en el fondo, el dinero no es más que una medida de la productividad y el bienestar de una población, bienestar que puede ser aprovechado de la forma que prefiera libremente cada persona. La verdadera esclavitud es estar condenado a una vida sin los medios para realizarse como individuo en aras de ideas que se han probado equivocadas en repetidas ocasiones.