Las tensiones al interior del Frente Amplio (FA) se hicieron evidentes desde antes de la segunda vuelta electoral del año pasado (a partir de algunas diferencias de opinión acerca de si sus integrantes debían votar por Peruanos por el Kambio en esa coyuntura) y desde entonces no han hecho más que agravarse. Algunos líderes de ese conglomerado, sin embargo, han intentado negar permanentemente la seriedad de esas tensiones, incómodos acaso por las inevitables evocaciones del sino divisionista de la izquierda que la situación suscita. Y también, seguramente, por lo que ella sugiere a propósito de lo que habría sido un gobierno conducido por una dirigencia tan enfrentada.
En su afán de restarle importancia a la clara toma de distancia del proyecto unitario con Tierra y Libertad que supone recoger firmas para inscribir un movimiento distinto (al que piensan denominar Nuevo Perú), la congresista Marisa Glave ha declarado, por ejemplo, que lo que esa iniciativa busca es ‘democratizar’ el FA. “No hay división; lo que hay es una crisis de crecimiento”, ha sentenciado.
Pero su versión de los hechos presenta algunos problemas de coherencia. Para empezar, durante toda la campaña pasada, los voceros del FA se jactaron de que, como la votación para elegir a su candidata presidencial había demostrado, su organización era democrática… Y, como es obvio, nadie puede ‘democratizar’ lo que supuestamente era ya democrático en origen. De manera que hay algo en esa explicación que no cuadra.
Más difícil de ignorar, no obstante, es el contraste entre lo que ella dice y el diagnóstico que hace de todo este trance el también congresista Marco Arana, cabeza visible de Tierra y Libertad (TyL), el sector que es dueño de la única inscripción en el registro electoral de la que dispone hasta ahora todo el conglomerado.
Como se sabe, tras haber pedido licencia a su cargo de coordinadora nacional de la organización, la parlamentaria Glave y no menos de 40 militantes más renunciaron en una carta pública a TyL para emprender el proyecto de Nuevo Perú, y la forma en que Arana calificó lo sucedido no pudo ser más elocuente.
“Creo que en la lógica esta de intentar descalificar a TyL como sectaria y poco dialogante, esta renuncia apunta a confirmar esa percepción. […] Ese es el elemento por el que no solo yo, sino el Comité Ejecutivo Nacional, calificamos de infraterna esa actitud”, señaló. En otra entrevista afirmó también: “Lo que ha habido es una campaña durísima, sistemática, contra mi persona y contra mi organización política”.
Parecería, pues, que los legisladores estuviesen hablando de dos crisis distintas –una casi saludable y otra poco menos que fratricida–, cuando en realidad se refieren a la misma. Una crisis, dicho sea de paso, en la que lo que está de por medio es la candidatura presidencial izquierdista del 2021, pues no olvidemos que Arana y Verónika Mendoza (la lideresa del sector que está aglutinándose en torno de Nuevo Perú) compitieron por esa posición en el proceso interno previo a los comicios del 2016. Y también, la administración de los fondos que, de acuerdo con la nueva legislación electoral, el Estado deberá trasladarle al FA para solventar sus próximas campañas y en una cantidad que refleje su última performance en las urnas.
Atrás quedaron, pues, las épocas en las que la izquierda se dividía por razones ideológicas (o por lo menos era eso lo que alegaba). Ahora, lo que enfrenta a sus facciones es, monda y lirondamente, la vocación de concentrar el poder y el dinero dentro del espacio político que comparten. Y eso difícilmente se solucionará con una “inscripción adicional” a la de TyL en FA, como postula la congresista Glave.
Los factores con los que ella describe el problema del conglomerado son los correctos, pero el orden en el que los plantea, no. Y en este caso, ese orden sí altera el producto: no estamos ante una crisis de crecimiento, sino ante el crecimiento de una crisis.