En una reciente entrevista, Verónika Mendoza, precandidata presidencial de Juntos por el Perú, lanzó una propuesta con resonancia histórica. Hablando sobre los desafíos que enfrentan los campesinos hoy, mencionó que “necesitamos una segunda reforma agraria en el país”.
Luego de esta frase, cargada de recuerdos y controversia, la excongresista procedió a matizar su idea. Indicó que se trataba de una iniciativa con el objetivo de “reformar el Estado para que pueda impulsar políticas de apoyo a este sector estratégico, con programas de riego, de compras públicas, de asistencia técnica, de crédito barato con una banca de fomento, por ejemplo, que hoy no tenemos”.
Como se sabe, la reforma agraria pasada supuso la confiscación de tierras para ser otorgadas a pequeños agricultores –principalmente organizados en cooperativas y sociedades agrícolas–, iniciada en 1969 por la dictadura militar de Juan Velasco Alvarado. Naturalmente, ello fue un proceso muy distinto al descrito por la lideresa. Las condiciones políticas y económicas actuales, en el Perú y en el mundo, no son similares a las que gatillaron la reforma agraria de finales de los 60, de modo que debería estar fuera de discusión que se regrese a medidas de ese tipo.
La precandidata Mendoza lo sabe y, por ello, su recetario de lo que abarcaría una llamada segunda reforma agraria no incluye la esencia de la reforma agraria original: a saber, la confiscación y reasignación de tierras (confiscación que, por lo demás, y dado que a los propietarios se los ‘compensó’ con bonos agrarios que, en realidad, nunca se pagaron, se trató de poco menos que un robo). Pero la excongresista también sabe que la alusión –aunque incorrecta y forzada– a la reforma que destruyó los complejos agroindustriales de la costa evoca el tipo de pasiones políticas que ella cultiva. No deja de ser paradójico que las consecuencias de la reforma agraria, con la atomización de tierras y la descapitalización del campo subsiguientes, hayan sido precisamente parte de los motivos por los que el agro permanece rezagado en el país.
Aun reconociendo que la redistribución de tierras no forma parte del repertorio sugerido, no todas las medidas expuestas por la señora Mendoza en su plan agrario serían igual de razonables. La banca de fomento para el agro, por ejemplo, ha sufrido innumerables pérdidas y problemas de gestión a lo largo de décadas sin terminar de resolver la falta de capitalización del pequeño agricultor. Las compras públicas obligatorias, por su lado, alteran el rol del Estado y lo convierten en cliente antes que en facilitador del comercio, con todas las consecuencias políticas que ello conlleva.
El camino, más bien, pasa por una política decidida de mejora de la productividad del sector agrícola. De acuerdo con el Banco Mundial, son seis las prioridades de acción durante los próximos años: promover la innovación, fortalecer la entrega de insumos y servicios de asesoría técnica, crear capacidades a través de educación y entrenamiento, abrir acceso a mercados para los productos, promover un mercado de tierras efectivo y facilitar el manejo de riesgo a través de seguros. De acuerdo con la institución, los avances de la agricultura en los últimos años han sido decisivos para la reducción de la pobreza extrema en el último tiempo, pero la productividad en algunas regiones de la sierra y de la selva ha avanzado poco.
Con uno de cada cinco peruanos dedicado a la labor agrícola, muchos de ellos en condición de suma vulnerabilidad, es claro que este debe ser un punto central de la agenda política. Pero esta discusión debe ser abordada con responsabilidad y sin caer en alusiones efectistas que desvían la atención de las verdaderas prioridades del campo.
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