El presidente Pedro Castillo cumple hoy 100 días sin declarar a los medios. No hablamos de entrevistas o conferencias de prensa (que de eso ha pasado más tiempo), sino del sencillo gesto de detenerse un momento frente a los micrófonos de los reporteros que cubren su recorrido diario para responder algunas preguntas sobre temas de coyuntura. Desde la ocasión en la que farfulló aquello de “esta prensa es un chiste” cuando los periodistas que lo esperaban a la salida de una actividad en Lurín lo interrogaron acerca de las contradicciones entre lo que le había dicho a la fiscalía y lo que le había dicho a CNN sobre sus reuniones con Karelim López, el mandatario, en efecto, ha guardado un silencio absoluto y los hombres y mujeres de prensa han estado más bien impedidos de acercársele por un auténtico cerco policial en más de una ocasión.
En el ambiente protegido de los llamados consejos de ministros descentralizados, frente a las ‘portátiles’ que lo aplauden de oficio, lanza discursos inflamados, pero cuando los corresponsales de los medios quieren contrastar con datos de la realidad los ataques a quienes lo critican, las perennes victimizaciones y las promesas sin fondo que caracterizan esos ejercicios retóricos suyos, el jefe del Estado no está disponible. Y en el mejor de los casos, deja libradas las explicaciones a la locuacidad cascarrabias del jefe del Gabinete.
Las razones de ese sistemático comportamiento elusivo del presidente no son difíciles de adivinar: tienen que ver, sin duda, con las investigaciones en las que está comprendido, con la tesis plagiada que presentó para obtener el grado de magíster y con las innumerables designaciones ministeriales cuestionadas. Pero el hecho de que esa disposición escurridiza frente a las cámaras de la prensa sea previsible no la hace también aceptable.
La alergia a la transparencia que deriva de la labor periodística, sin embargo, no es exclusiva del Ejecutivo. En el Legislativo vemos un fenómeno muy parecido. Como se sabe, la titular de ese poder del Estado, la congresista María del Carmen Alva, parece haber hecho del bloqueo al retorno de los medios de comunicación al hemiciclo una cruzada personal. Y un consenso al respecto, imposible de imaginar en otros contextos, atraviesa las bancadas presentes en el Parlamento. So pretexto de la necesidad de un informe de Indeci, se impide el ingreso de los reporteros a un edificio por el que, aparte de los legisladores mismos, circulan cotidianamente cientos de trabajadores aparentemente inmunes a todo riesgo...
Como inmunes al riesgo parecieron ayer también los asistentes a la ceremonia que celebró Acción Popular (AP), partido en el que milita la señora Alva, en el Hall de los Pasos Perdidos del Legislativo, un sitio por el que los periodistas solían transitar pero que hoy tienen vetado. Curiosa manera de celebrar el aniversario de una organización que solía caracterizarse por su respeto a la libertad de prensa. Quizás la ropa tendida que existe en AP a raíz del escándalo asociado al grupo de parlamentarios conocido con el sobrenombre de ‘Los Niños’ provoque ese comportamiento. Pero nuevamente estamos ante una lógica que no por esperable resulta justificada.
En el fondo lo que hay de parte de las autoridades de los dos poderes que nos ocupan es una especie de fotofobia. Una resistencia casi instintiva a la luz de los reflectores que podrían mostrar ante la ciudadanía aquella parte de sus gestiones que ellos preferirían mantener en las sombras. Y como es obvio, los motivos de tal resistencia no pueden ser buenos.
Cuando todo aspirante a la presidencia de la República o al Congreso se coloca delante de la ciudadanía para pedirle su voto en su afán por representarla, está adquiriendo implícitamente un compromiso de transparencia con ella. A saber, el de tenerla permanentemente informada del modo en que va a administrar la dosis de poder recibida.
Se trata, no obstante, de un compromiso que se olvida con demasiada facilidad, por lo que nuestra tarea es recordarlo y exigir su cumplimiento sin descanso.