En agosto de 1962, luego de ser un activo militante del Partido Demócrata de Estados Unidos, Ronald Reagan –presidente de 1981 a 1989– anunció oficialmente su paso al Partido Republicano con la frase: “Yo no dejé a los demócratas; el partido me dejó a mí”. Casi medio siglo antes, sir Winston Churchill había ‘cruzado la cámara’ del Parlamento Británico dos veces: la primera para dejar a los conservadores y unirse a los liberales en 1904, y la segunda para regresar a los conservadores en 1924. “Nunca he traicionado a nadie que no se haya traicionado antes a sí mismo”, dijo entonces el líder inglés.
La historia viene a cuento a raíz del próximo debate en el pleno del Congreso respecto del dictamen que sancionaría a los parlamentarios que renuncien a la bancada por la que fueron elegidos. Según el texto aprobado por la Comisión de Constitución, los congresistas que dimitan de su agrupación original no podrán formar nuevas bancadas, integrar comisiones, ni ocupar cargos directivos en el Parlamento.
Sin embargo, en demasiados casos limitar la renuncia de congresistas a su bancada hace más por deslegitimar la confianza que los electores pusieron en los parlamentarios que por fortalecer el sistema democrático –sobre todo en un contexto institucional con partidos políticos débiles–.
En estas circunstancias, el ejemplo de Gana Perú es ilustrativo. Y es que hasta la primera vuelta electoral, el partido defendía la gran transformación; sin embargo, luego el presidente adoptó –con mucha sensatez– la hoja de ruta que hoy su gobierno defiende. Si bien en algunos casos las renuncias a la bancada oficialista –que ya suman 14– se pueden haber basado en cálculos electorales, lo cierto es que resulta difícil no reconocer coherencia en la dimisión de congresistas que fueron elegidos por ciudadanos que pedían representatividad al estilo del ‘polo rojo’ del presidente y que en cambio recibieron participación parlamentaria de ‘polo blanco’.
Así, si cambia el partido y lo que este representa, no es solo justificable sino esperable que el congresista lo abandone. Hubo, por ejemplo, parlamentarios que renunciaron al partido de Alberto Fujimori cuando este dio el autogolpe, y luego varios otros que lo dejaron debido a los subsecuentes atropellos contra la democracia. Llevando el argumento al contexto internacional, el kirchnerismo en Argentina y el chavismo en Venezuela se han visto debilitados por la salida de representantes que no comulgaban con el giro que tomaron sus agrupaciones.
Adicionalmente, la sanción por cambiar de bancada reduce el incentivo de los partidos políticos no solo para mantener una línea política consecuente, sino para escoger a candidatos idóneos que comulguen con la identidad partidaria en la lista de candidatos al Congreso. Con las sanciones, los partidos pueden –en teoría– mantener cautivos a congresistas que de otro modo hubiesen roto con la agrupación, sea porque los principios del partido cambiaron o porque el parlamentario no se identifica con la misma.
Pero incluso, a la larga, sancionar el transfuguismo resulta miope para los mismos partidos. Si la agrupación ha mantenido su línea original y es el congresista quien decide irse por motivos personales reñidos con su compromiso con los votantes, mal haría el partido en mantener contra su voluntad a un elemento pernicioso para el grupo.
Por supuesto, el transfuguismo motivado por hambre de dinero o de poder puede también disfrazarse –y lo hace seguido– de causas principistas. Pero la solución no es sancionar entonces todo intento de abandonar el partido original, sino castigar la corrupción –a través de la vía judicial– y la falta de compromiso con el voto ciudadano –a través de la vía electoral en los siguientes comicios–. Como dijo antes este Diario, la receta para impedir los cambios oportunistas de partido pasa, justamente, por limitar la oportunidad que ellos ofrecen. Es decir, por fortalecer los partidos, haciendo más costoso –y menos políticamente conveniente– para sus representantes abandonarlos por razones de cálculo electoral.
El transfuguismo no es la causa de la debilidad de los partidos políticos, sino más bien su consecuencia. No permitir entonces el cambio de bancadas permite la traición a la confianza ciudadana a costa de intentar vanamente asegurar su estabilidad.