Editorial El Comercio

El asesinato de un conductor contrariado porque sus servicios fueron rechazados ha provocado alarma entre la ciudadanía y una reacción en cadena de varios municipios limeños que han prohibido ese tipo de trabajo en sus distritos o se disponen a hacerlo.

El trágico episodio se produjo la semana pasada en el cruce de dos avenidas de La Victoria e inmediatamente puso sobre el tapete los riesgos que entraña la presencia de tales limpiadores en los semáforos o las esquinas de las arterias principales de la capital. A veces, en efecto, la oferta de pasar un trapo sobre la luna delantera de un automóvil es solo una excusa para acercarse a quien lo maneja con propósitos aviesos, y en otras ocasiones, puede convertirse en una forma embozada de cobrar una especie de cupo por un servicio no demandado. De hecho, este Diario publicó recientemente que suma decenas de miles de reproducciones en Internet sobre esta problemática situación.

Ahora, tras la fatídica circunstancia que mencionamos, la reacción automática de varios alcaldes ha sido decretar o proponer la prohibición del trabajo de los limpiaparabrisas. El primero ha sido el burgomaestre de Surco, , pero parece que pronto lo seguirán sus homólogos de La Victoria, Lince, San Isidro, Jesús María . La iniciativa, además, ha sido acogida con entusiasmo por el alcalde provincial, , y autoridades como el ministro del Interior, Vicente Romero, y el presidente del Poder Judicial, .

La verdad, sin embargo, es que la prohibición en cuestión no pasará de ser una medida cosmética para dar a los limeños la impresión de que se está haciendo ‘algo’ para combatir la inseguridad ciudadana ahí donde acaba de manifestarse de forma muy severa. Por un lado, es evidente que, si la policía y el serenazgo no se dan abasto para reprimir todas aquellas otras actividades que ya son consideradas delito, ponerlas a perseguir ahora una práctica tan difundida y que, en principio, no es criminal, solo va a acarrear mayor zozobra. Y, por el otro, la idea de imponer multas de S/1.732 a quienes la ejerzan y de S/495 a los que acepten el servicio es singularmente necia, tanto por la imposibilidad de obtener cifras como las indicadas de una persona que tiene que ganarse la vida realizando una tarea como esa, como por el trance de ser víctimas de la corrupción en el que pondrá a los conductores de vehículos.

Cumplidos más de de todos los alcaldes de nuestra ciudad, y habida cuenta de que la mejora de la provisión de seguridad en las calles fue el plato fuerte de la oferta electoral de la mayoría de ellos, es inadmisible que sus reflejos en esta materia se limiten a este intento de prohibición: una literal “pasada de trapo” sobre una turbia realidad que demanda una auténtica estrategia para ser controlada o, al menos, reducida.

La deuda de los alcaldes –el provincial y los distritales– no se agota por lo demás en el referido terreno. Los más de cien días sin resultados visibles para sus comunidades se extienden también a asuntos como la limpieza, el ornato y el enfrentamiento de los múltiples inconvenientes que genera la informalidad (comercio ambulatorio, existencia de talleres clandestinos en los que se producen accidentes fatales, construcción de viviendas en zonas de riesgo, etc.).

Lo que estamos viendo en estos días es la polvareda que habitualmente levantan las situaciones más luctuosas y dramáticas en el país –violaciones de menores, desbarrancamientos de buses, incendios– y que, disipado el polvo, quedan en nada. El clamor por penas más severas es la típica reacción de las autoridades que en realidad no saben qué hacer con los problemas que tienen entre manos… Y acerca de los que, al parecer, solo se han puesto a pensar una vez que obtuvieron el cargo para el que postularon. En cien días más, volveremos sobre el tema.

Editorial de El Comercio

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