Editorial El Comercio

Solo cuatro días después de haber sido nombrado titular de la Procuraduría General del Estado (PGE), Javier León Mancisidor al cargo. Según declaró a la prensa, lo hacía por “un tema familiar”. “No he cometido ningún delito, no tengo nada que esconder, [pero] esto trae un perjuicio hacia mí y mi familia”, aseveró.

La verdad, no obstante, es que su situación era insostenible. Como se sabe, León Mancisidor fue investigado por la fiscalía como parte de un presunto fraude para favorecer al narcotraficante Fernando Zevallos (a) ‘Lunarejo’, una situación que determinó su expulsión del Colegio de Abogados de Lima. Cabe recordar también que fue juzgado por los delitos de falsedad ideológica, estafa y fraude procesal, ya prescritos, pero que tendrían que haber encendido las alarmas de cualquier gobierno antes de ir adelante con su nombramiento en un puesto como el que nos ocupa. No fue precisamente eso, sin embargo, lo que sucedió con los actuales responsables del Ejecutivo.

La administración que encabeza el presidente tiene, en realidad, un prolongado problema con la PGE. A inicios de año removió arbitrariamente a del puesto, pretextando una “pérdida de confianza” que la ley no reconocía ni reconoce como causa para proceder en ese sentido. Todo indica, en efecto, que la auténtica razón para deshacerse de él fue que hubiese tenido la presencia de ánimo necesaria para denunciar al jefe del Estado por patrocinio ilegal y tráfico de influencias en el Caso Puente Tarata III. En su remplazo, el Gobierno designó a continuación a en la importante posición… a pesar de que tenía abierto un proceso administrativo sancionador en su contra. Ella intentó negarlo, pero la Contraloría General de la República emitió un informe que demostraba la irregularidad y el ministro de Justicia, Félix Chero, no tuvo más remedio (de manera, dicho sea de paso, igualmente irregular, pues en la resolución que materializó la decisión no se mencionó motivo alguno para ello). Por cierto, durante los más de ocho meses que lideró la referida institución, esta padeció una inmovilidad sugestiva.

De cualquier forma, tras tanto desmán y desacierto, lo que habría cabido esperar en condiciones normales es una designación que, por lo menos, acabara con los cuestionamientos. Pero está visto que, bajo esta administración, las condiciones normales en asuntos como este no existen. Y en consecuencia, sin el menor rubor, se colocó a León Mancisidor al frente de la PGE, pensando seguramente que el temporal que la noticia desataría podría ser capeado sin mucho esfuerzo desde el Ejecutivo: un error frecuente en Palacio de Gobierno.

La renuncia presentada hace dos días por el ahora exfuncionario es más que elocuente al respecto. Indica que en el entorno presidencial han caído en la cuenta del problema que tenían entre manos y decidieron hacer un control de daños. Nuestro colaborador Ricardo Uceda, publicado el último domingo en estas páginas, reflexionaba sobre el serio inconveniente que la reacción política y ciudadana a lo ocurrido representaba para el ya agobiado Chero, y recordando que está próximo a ser interpelado por el Congreso, pronosticaba: “Es posible que tenga que decidir entre su cabeza y la de su flamante procurador”. Pues bien, a la luz de los hechos, se diría que el ministro de Justicia optó por dejar rodar la de León Mancisidor.

Eso, sin embargo, no lo saca de la espesura. Como es evidente, en un futuro muy cercano tendrá que nombrar a una nueva persona responsable de la PGE y, después de todo lo que se ha visto, es de esperar que la opinión pública esté muy pendiente de las cualidades y defectos de quien resulte designado. Y, en honor a la verdad, por el comportamiento que ha mostrado hasta ahora sobre este particular, no cabe esperar un vuelco insólito de su parte.

Su cabeza, por lo tanto, sigue expuesta y a merced del Congreso. Si pone a otro procurador igual de cuestionable, entonces el Legislativo debe enfrentarlo a las consecuencias. Pues no se puede asistir a esta ofensa contra la institucionalidad de la PGE sin hacer nada al respecto.

Editorial de El Comercio